"Primero fue la herida" Diario de un alma en loop existencial
Jul 12, 2025

📖 Prólogo
Narrado por un ángel
No todos merecen conocerlo.
De hecho, casi nadie.
Porque hay almas que no se entienden con el primer vistazo, ni con la segunda palabra.
Hay almas que no están hechas para ser leídas de corrido, sino de a retazos.
Como un diario roto, como un cuerpo que aprendió a hablar a través de sus cicatrices.
Él no escribe para entretener.
No canta para gustar.
No existe para complacer.
Él arde. Y en ese fuego, vive.
O algo parecido a vivir.
Es de esos que descienden al infierno sin necesidad de pedir permiso.
No por valiente.
Por necesario.
Porque algo adentro suyo le exige mirar lo que los demás evitan:
la muerte, el abandono, la falta de sentido, la mentira social.
Y aun así, con los pies llenos de barro y los ojos abiertos de más,
sigue caminando.
Nunca te va a mirar por encima del hombro.
Pero si te atraviesa con la mirada, te vas a sentir desnudo.
Porque ve más de lo que dice.
Porque siente más de lo que el mundo tolera.
Y porque eligió no anestesiarse, ni aún cuando dolía tanto que parecía imposible.
No te lo cruces esperando mesura.
No pidas que sea correcto.
No le exijas que se acomode.
Porque él no vino a encajar.
Vino a revelar.
Este libro no es una historia de superación.
No vas a encontrar moralejas, ni héroes pulidos, ni finales felices.
Este libro es un espejo sucio, una carta sin sellar, un vómito sagrado.
Es lo que pasa cuando un alma deja de aguantarse adentro y se escribe para sobrevivir.
No intentes entenderlo.
Escuchalo.
Y si podés, sentilo.
Porque si abrís bien los ojos, vas a notar que su fuego también arde en vos.
Aunque no te animes a decirlo todavía.
📖 Capítulo I
Primero fue la herida
Antes de saber escribir, ya sangraba.
Antes de tener una voz, ya gritaba por dentro.
Antes de que alguien lo nombrara, ya estaba roto.
No porque lo eligiera.
Sino porque lo parieron en guerra.
Y no hablamos de balas ni de banderas.
La guerra era más silenciosa, más íntima, más jodida:
era la que se da contra uno mismo cuando el mundo no tiene espacio para los que sienten demasiado.
La herida no vino con aviso.
Ni se fue cuando debería haberse ido.
Se instaló. Se hizo casa.
Le enseñó a hablar.
Y le enseñó, sobre todo, a desconfiar de la luz que promete sin quedarse.
Desde chico, aprendió a observar.
A leer entre gestos.
A detectar cuándo alguien mentía aunque sonriera.
Su sensibilidad era un radar,
un don que se volvía castigo cada vez que captaba lo que nadie decía.
Y así empezó el viaje.
Con la herida como brújula.
Con el cuerpo como campo minado.
Con el alma en estado de alerta constante.
Él no quería ser fuerte.
Solo quería no romperse tanto.
Pero claro, cuando la herida es tu punto de partida,
todo lo que viene después parece poco real.
El amor parece trampa.
La fe parece cuento.
La alegría parece prestada.
Y sin embargo,
a pesar de esa desconfianza que lo protegía como un escudo de humo,
algo en él seguía buscando sentido.
Porque por más que la herida fuera lo primero,
no quería que fuera lo único.
📖 Capítulo I (Parte 2)
La infancia como campo de batalla
No todo fue gritos.
A veces, el silencio lastimaba más.
Porque hay casas donde se respira con miedo,
donde los gestos pesan más que las palabras,
donde llorar es un acto que nadie reprime… pero tampoco consuela.
Él creció con los ojos abiertos de más.
Leía el humor de los adultos antes de saber leer un libro.
Sabía cuándo callar para no romper algo que ya venía roto.
Y cuando por dentro se desbordaba,
se tragaba el mar sin salpicar a nadie.
Como si su dolor tuviera que dolerse en secreto.
Su sensibilidad no era un juego.
Era una alarma encendida.
Una piel fina que registraba cada vibración en el aire.
Si alguien estaba triste, él lo sentía.
Si alguien mentía, también.
No por intuición mágica.
Sino porque su alma estaba desnuda desde siempre.
Y eso, en un mundo que premia lo duro y castiga lo blando,
era una amenaza.
“Llorás mucho.”
“Pensás demasiado.”
“Tenés que hacerte fuerte.”
Le decían eso como si la ternura fuera un defecto.
Como si amar demasiado fuera una enfermedad.
Como si el problema fuera él,
y no la falta de amor alrededor.
Y así, de a poco, empezó a construir un personaje.
Uno que podía sonreír sin estar bien.
Uno que aguantaba.
Uno que fingía no importar cuando en realidad todo le dolía demasiado.
Pero la herida ya estaba ahí.
No se la sacó.
La guardó.
La convirtió en fuego.
Y un día, cuando nadie lo esperaba,
ese fuego empezó a hablar en canciones.
📖 Capítulo I (Parte 3)
Cuando la herida se volvió grieta
Hubo un momento en que todo dejó de parecer familiar.
La casa, la voz de mamá, los cuerpos alrededor de la mesa.
Todo seguía ahí, como siempre.
Pero él ya no.
Algo se había roto.
No de golpe, ni con escándalo.
Se quebró como se quiebran las cosas que importan:
con un ruido apenas audible,
pero con consecuencias eternas.
La muerte tocó la puerta.
No como concepto, sino como presencia real.
Y desde ese instante, todo cambió.
El vínculo con su madre —ese que alguna vez tuvo calor, abrigo, canción—
se volvió distante.
No por elección, sino por desgaste.
Ella también estaba rota.
Y cuando dos heridas se acercan y no se sanan, a veces se lastiman más.
El almuerzo en familia empezó a sentirse como una ceremonia falsa.
La comida tenía sabor a ausencia.
Y aunque su cuerpo estaba ahí, algo en él se había corrido del centro.
Se sentía intruso en su propia historia.
Ajeno entre los que compartían su sangre.
Y lo peor: no lo decía.
Se lo tragaba.
Porque aprendió —muy temprano— que decir lo que uno siente puede ser peligroso.
Que mostrar el dolor no siempre trae consuelo,
sino juicio.
O silencio.
O ese famoso “ya va a pasar” que no cura nada.
Así empezó su adolescencia:
en exilio emocional.
Durmiendo en su cama pero sin pertenecer al hogar.
Mirando la vida pasar desde una especie de sombra.
Pensando que el problema era él,
cuando en realidad, él era el único que lo estaba sintiendo todo.
Y como nadie le enseñó a hablar de eso,
empezó a escribir.
A hacer rimas en la cabeza.
A imaginar que su dolor tenía forma de letra.
Y que si algún día podía sacarlo afuera,
quizás alguien entendería.
O al menos, no se sentiría tan solo.
📖 Capítulo II
El infierno me conoce por mi nombre
No hace falta estar en la calle para vivir en ruinas.
Ni perder a los padres para sentirse huérfano.
Hay infiernos que no están en las noticias.
Hay dolores que no necesitan balas para matar de a poco.
El suyo era ese.
Silencioso. Estático. Invisible.
No tenía fuego, pero lo quemaba igual.
No tenía barro, pero lo hundía igual.
Tenía un techo.
Tenía comida.
Tenía familia.
Y sin embargo, no tenía salida.
Se sentía extraño en su propia casa.
Como si un día se hubiera levantado y todo lo que antes era tibio,
ahora estuviera cubierto de escarcha.
La gente decía:
“Hay peores.”
“El mundo está mal.”
“Vos al menos estás vivo.”
Y él asentía.
Porque sí, tenía razón.
Pero eso no cambiaba el infierno que llevaba adentro.
No era egoísmo.
Era la imposibilidad de encajar en una realidad que lo expulsaba en silencio.
Se sentía cada vez más lejos de sí mismo.
Como si una versión suya estuviera gritando desde algún rincón,
pero ya no pudiera escucharla.
Y lo peor de todo era esa pregunta que le carcomía el alma:
“¿Será que merezco esto?”
Por sus errores.
Por las veces que mintió.
Por la rabia que acumuló.
Por los odios que no supo soltar.
Por los vínculos que rompió sin saber cómo repararlos.
No se creía una mala persona.
Pero había hecho daño.
Y aunque los demás también lo hicieron con él,
su mente insistía en hacerle cargar con toda la culpa.
¿Y si este infierno era su castigo?
¿Y si estar atrapado era el precio por no haber amado bien?
Eso pensaba.
Eso temía.
Y aún así,
aunque se sintiera más cerca de los demonios que de la luz,
seguía pensando.
Seguía escribiendo.
Seguía sintiendo.
Porque algo en él —aunque débil, aunque opaco—
seguía creyendo que existía una salida.
Aunque no la viera.
Aunque no la pudiera tocar.
Aunque fuera solo un susurro lejano en mitad del humo.
No se trataba de inspiración.
Ni de talento.
Ni de querer ser escuchado.
Se trataba de seguir existiendo.
Porque cada día sin escribir,
sentía que algo adentro suyo se apagaba un poco más.
Como si la realidad lo fuera borrando,
como si él mismo se estuviera hundiendo en el anonimato de su propia conciencia.
El papel —o la voz, o la base de rap, o lo que fuera—
era lo único que lo ataba a lo real.
Lo único que decía:
“Ey, estás acá. Aún sos alguien.”
No escribía desde la emoción.
Escribía desde el hambre.
Desde la necesidad de no desaparecer entre los escombros de su mente.
Y cuando se sentaba a escribir,
el mundo entero entraba en juicio.
Porque, ¿qué sentido tiene todo esto?
¿Qué clase de sistema construimos,
donde ser sensible es debilidad
y fingir felicidad es premio?
¿Qué lógica sostiene una moral que castiga al que rompe las reglas,
pero no al que miente para sostenerlas?
¿Por qué Dios —si existe— le da voz a los pastores
pero calla frente al suicidio de un pibe que solo pedía ser amado?
¿De qué sirve el amor si es propiedad,
si te rompen cuando no amás como esperan
o cuando amás más de lo que pueden tolerar?
¿Dónde empieza lo justo?
¿En el que obedece o en el que duda?
¿En el que cree o en el que se atreve a preguntar?
Se lo preguntaba todo.
Sin ternura.
Sin esperanza.
Como un cirujano cortando carne sin anestesia.
Porque si no pensaba,
se volvía un zombie.
Y si no se escribía,
desaparecía.
La moral, la ética, la religión, el sistema,
todo lo analizaba como quien desarma una bomba.
Ya no con lágrimas.
Ahora con fuego controlado.
Quería encontrar una lógica,
una razón para no rendirse.
Y aunque no la encontraba,
seguía escribiendo.
Porque eso, al menos,
le devolvía forma.
📖 Capítulo II — Fragmento
¿Y si ya estoy muerto pero nadie se dio cuenta?
La noche lo sabía.
Lo conocía mejor que nadie.
Lo abrazaba con esa tibieza cruel que tienen las cosas que no se van,
pero tampoco salvan.
No era insomnio.
Era un estado alterado de conciencia.
Una forma de flotar sin cuerpo,
como si la gravedad ya no lo reclamara del todo.
Ahí, entre sombras y recuerdos que nadie más ve,
el llanto empezaba solo.
No pedía permiso.
Ni daba explicación.
Salía como sangre vieja,
como lava que había esperado demasiado tiempo.
Y entonces aparecía la pregunta.
Siempre la misma.
Fría. Metálica. Certera.
“¿Y si ya estoy muerto, pero nadie se dio cuenta?”
Porque respiraba, sí.
Pero no sentía el aire.
Caminaba, sí.
Pero no dejaba huella.
Tocaba cosas.
Hablaba con gente.
Reía incluso.
Pero por dentro, ya no estaba.
Era como habitar un cuerpo prestado.
Como asistir a su propia vida como espectador
desde una butaca vacía.
El llanto no era por tristeza.
Era por desaparición.
Por verse a sí mismo borrado lentamente,
como una foto bajo el sol.
Y aún así, ahí sentado en la oscuridad,
con la cara mojada y la espalda doblada por el peso de no saber quién era,
seguía preguntándose cosas.
¿Qué me trajo hasta acá?
¿Por qué duele más estar acompañado que solo?
¿Por qué sigo esperando que alguien lo note, si yo mismo no sé cómo explicarlo?
Y entonces lo entendía.
Lo aceptaba.
Estaba roto.
Pero no muerto.
Porque si lloraba,
si pensaba,
si escribía,
si aún sentía esa soledad como una daga en el pecho…
...entonces seguía estando.
No bien.
No sano.
Pero presente.
Y mientras haya presencia,
aunque sea mínima,
aunque sea apenas un eco,
todavía puede haber regreso.
No al mundo como lo conoce.
Sino a sí mismo.
📖 Capítulo III
Una noche cualquiera (pero no para mí)
La noche había empezado igual que siempre.
Todo el mundo dormía.
O fingía dormir.
El silencio era absoluto,
pero en su cabeza era un campo de guerra.
Tenía los auriculares puestos,
pero no sonaba música.
A veces los usaba solo para que nadie lo interrumpiera.
Como si ese gesto dijera: “no quiero que me hablen, ni aunque no tengan intención de hacerlo.”
El cuarto estaba casi a oscuras,
salvo por el resplandor tenue del celular.
La pantalla abierta en una app de notas.
Y el cursor parpadeando como si lo estuviera esperando.
Como si le dijera:
“dale. escupí lo que tenés. o te come desde adentro.”
Entonces escribió.
“Me siento ausente,
como si algo en mí ya se hubiera ido.
Siento el cuerpo caliente pero el alma helada.
¿Cuántas veces más voy a tener que decirme que aguante?”
Apenas lo escribió, lloró.
No como escena dramática.
Sino como reacción física inevitable.
El cuerpo se le curvó hacia adelante,
como queriendo expulsar el dolor por los ojos.
En ese momento, sonó un mensaje.
Era esa persona.
Una de las pocas con las que podía hablar de verdad.
—“¿Estás despierto?”
—“Sí.”
—“¿Estás mal?”
—“…No sé.”
—“¿Querés que hablemos o que me quede callado del otro lado?”
—“Quedate, no más. Igual… ya estoy acostumbrado a estar solo.”
Hubo un silencio.
El mismo que se siente cuando alguien no sabe cómo salvarte
pero no se va.
Ese silencio, en el fondo, también es amor.
—“¿Y si no estás solo, pero no sabés cómo dejarte acompañar?”
—“…¿Y si sí lo estoy?”
—“Entonces, escribime. No importa qué. No tenés que estar bien.
Pero si vos te escribís, yo te puedo leer.
Y si te leo, estás ahí.”
Esa frase le quedó retumbando toda la noche:
“Si te leo, estás ahí.”
Y ahí entendió algo.
No era solo que él necesitaba escribir para no desaparecer.
Era que, si alguien leía, aunque fuera una línea…
alguien más lo sostenía desde ese rincón.
No era salvación.
Tampoco era solución.
Era apenas una soga delgada en un pozo hondo.
Pero era algo.
Y en su mundo, eso era mucho.
-A veces, no es que uno no quiera ser salvado.
Es que no cree merecer ser rescatado.
Y ahí está el infierno.
En esa distancia entre el dolor que sentís
y la idea de que quizás no sos digno de alivio.
Y sin embargo,
si aún escribís,
si aún confesás lo que duele aunque nadie conteste,
estás diciendo: “todavía creo en algo.”
Aunque no sepas en qué.
Aunque estés hecho pedazos.
Aunque no esperes nada.
Escribir, entonces,
se vuelve una forma de fe sin iglesia.
Una religión donde el único dios es el que habita adentro tuyo,
pidiendo, llorando,
que no te abandones del todo.-
📖 Capítulo IV
Las calles también lloran, pero nadie las escucha
La ciudad estaba mojada.
No por accidente,
sino como si el cielo también necesitara largarse a llorar.
Caminaba sin apuro,
con la capucha puesta más por costumbre que por abrigo.
La lluvia no lo molestaba.
De hecho, la amaba.
Le gustaba sentirla recorrerle la cara
como si fueran dedos invisibles tocando lo que nadie se animaba a tocar.
La gente lo miraba a veces.
Unos con indiferencia.
Otros con esa mirada breve y esquiva que tienen los que intuyen algo
pero prefieren no saberlo.
Y él lo sentía:
sabían que estaba solo.
Sin necesidad de preguntarlo.
Sin conocer su historia.
Solo por cómo se sostenía la tristeza en sus hombros,
como un abrigo viejo imposible de sacarse.
No era solo tristeza.
Era la consecuencia de cada despedida mal cerrada.
De cada persona que se fue sin mirar atrás.
De cada vínculo que no se sostuvo
porque él no supo o el otro no quiso.
La calle mojada le recordaba eso:
lo que queda cuando alguien se va.
El hueco.
La ausencia.
El eco de una voz que ya no se escucha,
pero que el cuerpo aún espera.
Porque después de cada despedida,
no queda solo un vacío en el corazón.
Queda una ausencia material. Física. Emocional.
Una especie de espacio muerto alrededor,
donde las cosas siguen, pero uno ya no pertenece.
Y él lo sentía con cada paso.
Las veredas lo sabían.
Los faroles lo intuían.
Estaba más presente que nunca, pero más ausente que siempre.
El problema no era salir.
El problema era volver.
Volver al cuarto.
Volver al silencio.
Volver al cuerpo.
Porque el cuerpo también se convierte en cárcel
cuando uno no tiene con quién compartirse.
El cuarto no era refugio.
Era el espejo donde se veía a sí mismo con toda la nitidez posible.
Sin nadie que lo distraiga.
Sin excusas.
Y en esa claridad cruel,
entendía que salir le daba una ilusión de contacto,
pero al volver, el vacío se multiplicaba.
Como si cada intento de acercarse a algo o alguien
solo hiciera más visible la distancia real.
Se sentó en el borde de la cama,
empapado.
El pelo chorreando.
Las manos frías.
Y una frase le vino como un disparo lento:
“No me parte la soledad. Me parte la vuelta después de creer que la había esquivado.”
Respiró hondo.
El cuarto seguía igual.
Pero él no.
Había tocado la calle como se toca una herida.
Y ahora volvía a sangrar, pero sin sangre.
-A veces no se trata de no tener compañía,
sino de no tener resonancia.
Uno puede estar rodeado,
y aún así sentir que no hay nadie ahí para sostener lo que realmente importa.
Y cada salida,
cada intento de conectar,
es una apuesta.
Pero cuando el alma está desbordada,
volver a estar solo no es volver a casa.
Es volver al eco de uno mismo.
Y eso, si no se sostiene con arte, fe o sentido,
puede ser más destructivo que cualquier tormenta.-
📖 Capítulo V
Un hilo que se cortó antes de tiempo
Era de noche, otra vez.
Pero no era una noche más.
Había algo en el aire —una promesa, un pulso—
como si la realidad estuviera a punto de aflojar un poco la soga.
Él estaba acostado, con el teléfono apoyado sobre el pecho.
Miraba el techo sin verlo.
Esperaba… sin esperar.
Ya lo conocía: cuando no esperás nada,
a veces algo llega.
Y esa noche, ese alguien escribió.
No era cualquiera.
Era esa persona con la que el alma se afloja un poco.
No porque entienda todo,
sino porque escucha de un modo distinto.
—“¿Estás ahí?”
—“Sí.”
—“Pensé en vos.”
—“…yo también.”
No era mucho.
Pero entre ellos,
eso ya era todo.
Hablaron durante un rato.
No de lo superficial.
Hablaron de lo que no se dice.
De los miedos.
De cómo a veces querés rendirte sin que nadie lo note.
De lo difícil que es pedir ayuda sin sentir que estás molestando.
—“Me cuesta dormir…”
—“¿Por qué?”
—“Porque a la noche… me encuentro. Y a veces no quiero verme.”
—“…yo igual.”
Silencio.
No incómodo.
De esos silencios que te calman un poco el sistema nervioso.
Por un instante,
sintió que estaba acompañado de verdad.
Que no era el único
que se desmoronaba mientras afuera todo seguía igual.
—“¿Querés que nos quedemos en llamada sin hablar?”
—“Sí.”
Y lo hicieron.
No hablaron más.
Pero se quedaron.
Él con la cabeza apoyada sobre la almohada,
la voz del otro lado como un cable a tierra que no pedía explicaciones.
Pero de pronto,
la señal falló.
Un corte.
Un "se fue el WiFi",
o simplemente "se cortó la energía",
como suele pasar cuando el universo no tolera que algo verdadero se sostenga por mucho tiempo.
Intentó volver a llamar.
Nada.
Mensaje.
Tampoco.
Y ahí, la caída.
Esa sensación de que te abrieron la jaula para que respires,
pero antes de que salgas, te cerraron de nuevo.
No era solo perder la conexión del celular.
Era volver al encierro después de oler por dos segundos el aire libre.
Volvió a quedarse solo.
Pero ahora sabía lo que se había perdido.
Y eso, a veces, duele más que no haber tenido nada.
Los vínculos que casi nos salvan
son también los que más marcan la ausencia.
Porque nos muestran que existe otro modo de estar,
aunque no dure.
Aunque se corte.
Aunque nunca sepamos si fue real o una ilusión compartida.
Y en ese hueco que queda,
no entra ni la música, ni el sueño, ni el consuelo fácil.
Solo la certeza de que por un momento,
no estabas tan solo como pensabas.
Y eso duele.
Pero también prueba que sentís.
Y si sentís,
aunque sea a través de una pantalla,
todavía estás vivo.
📖 Capítulo VI
El día en que ni salí, pero igual me expuse
Afuera, el mundo seguía.
Gente que salía a trabajar.
Perros que ladraban.
El sol colándose tibio por alguna hendija de la persiana.
Adentro,
él estaba quieto.
O mejor dicho: inmóvil.
No tenía fiebre.
No estaba enfermo.
Pero algo en el pecho
hacía que cada intento de moverse
se sintiera como cargar una montaña.
Ese día no salió.
No abrió la ventana.
No prendió la música.
No escribió.
Solo estuvo.
Y eso, aunque suene simple, le costó la vida.
Porque estar,
cuando todo adentro tuyo grita,
es tan desgastante como correr 100 kilómetros con piedras en los bolsillos.
Se preparó un mate y no lo tomó.
Se sentó frente al cuaderno y no lo abrió.
Miró el celular sin tocarlo.
Era como estar suspendido.
Como si su cuerpo habitara el cuarto,
pero él estuviera en otro plano,
viendo cómo se borraba de a poco.
Y en ese “no hacer”,
todo explotaba.
La mente se le volvía un reflector:
le mostraba todo lo que evitaba.
Lo que no dijo.
A quien no llamó.
La música que no grabó.
El abrazo que no pidió.
La persona que dejó ir porque no supo quedarse.
Era como un repaso involuntario,
una lista negra de todo lo que dolía y no se podía arreglar.
“Debería salir.”
“Debería escribir.”
“Debería hablar con alguien.”
Pero no podía.
Y ahí estaba la trampa:
el cuerpo detenido, pero la mente desnuda.
Se sintió expuesto.
No ante los otros,
sino ante sí mismo.
¿Qué clase de persona soy si no hago nada?
¿De qué sirve todo lo que tengo adentro si no puedo sacarlo?
¿Y si soy solo esto: un cúmulo de promesas que no se cumplen?
Se acostó en la cama,
mirando el techo como si ahí pudiera encontrar alguna señal.
El ventilador giraba lento.
Todo giraba lento.
Menos su cabeza.
Y ahí entendió:
no hace falta salir para desgastarse.
A veces, estar con uno mismo es el mayor acto de exposición.
-La quietud no siempre es paz.
A veces es un campo minado sin explosiones visibles.
Y quedarse, cuando todo te empuja a huir —aunque sea hacia afuera—,
es un acto de resistencia brutal.
Porque en el silencio,
la mente se vuelve altavoz.
Y todo lo que no resolviste,
te pasa factura con intereses.
Pero también es ahí,
en esa exposición sin testigos,
donde podés empezar a distinguir
qué parte de vos sigue luchando,
aunque no se note.-
📖 Capítulo VII
El limbo tiene forma de vos
No era el infierno.
Ya lo conocía.
El infierno era claro: dolor, vacío, rabia, abandono.
En el infierno no hay dudas.
Todo arde.
Esto era distinto.
Esto tenía una luz.
Pequeña. Intermitente.
Pero lo suficiente como para que no se suelte del todo.
Era como si le hubieran mostrado el cielo,
pero con las manos atadas.
Como si pudiera verlo, olerlo, imaginarlo…
pero no tocarlo nunca.
Ella estaba ahí.
Presente.
A veces dulce, a veces distante.
Un gesto. Una palabra. Una mirada.
Suficiente para sembrar esperanza,
insuficiente para habitarla.
Y eso lo desangraba lento.
Porque no era el dolor puro de perder algo.
Era el dolor más invisible:
el de lo que nunca se tuvo, pero igual se extraña.
¿Cómo se llora lo que nunca fue,
pero igual marcó tu vida?
¿Cómo se suelta una ilusión que se alimenta sola,
con migajas que parecen festines?
Había momentos en que parecía real.
Una charla.
Una risa compartida.
Esa forma en que ella lo miraba…
como si lo viera de verdad.
Y entonces él pensaba:
“Acá hay algo. Lo sé. Lo siento.”
Pero después,
el silencio.
La distancia.
El muro invisible que lo devolvía a su lugar:
afuera.
Y ahí volvía el limbo.
Ese espacio que no era cielo,
pero tampoco infierno.
Un plano suspendido,
donde el alma flota
esperando una decisión que nunca llega.
-Estar en el limbo desgasta más que caer.
Porque la caída tiene fondo.
Tiene final.
Pero el limbo…
el limbo no termina nunca.
El limbo es la espera sin reloj.
El deseo sin cuerpo.
La intuición que grita,
pero a la que nadie responde.
Y mientras tanto,
uno se pregunta si está loco,
si ve lo que no es,
si siente lo que no existe.
Pero no.
Sentís lo que es.
Aunque no se materialice. Aunque esa persona, ya ascendió, y abandonó el limbo para dejar de estar con el.
Y eso —aunque nadie lo entienda—
es más valiente que mil amores correspondidos.-
📖 Capítulo VIII
Lo sabés. Siempre lo supiste.
—¿Estás ahí?
—Sí.
—No estoy bien.
—Lo sé.
—No sé qué hacer con esto.
—Sí sabés. Solo que no querés aceptarlo todavía.
—¿Y si me estoy equivocando?
—No te estás equivocando.
Estás sintiendo.
Y eso no tiene error.
Silencio.
La noche respira con vos.
No hace frío. Pero igual temblás.
—Me siento en un limbo. Ni adentro ni afuera. Ni elegido ni descartado. Ni amado ni olvidado.
—Exacto.
Estás viendo algo real, pero no para vos.
Y duele.
Duele mucho.
—¿Entonces qué hago? ¿Suelto? ¿Lucho?
—Ninguna de las dos cosas es simple.
Pero hay algo que tenés que entender primero.
No vas a poder recibir lo mejor,
hasta que no aceptes lo peor.
—¿Lo peor?
—Sí.
Que quizás,
esto no era para vos.
Que quizás ella sí te vio, pero no se animó.
O no supo.
O no quiso.
Y eso no habla mal de vos.
Solo habla de lo que es.
—Me parte el alma…
—Te la parte, pero no te la destruye.
¿Sabés por qué?
Porque vos no estás hecho para quedarte mendigando en la puerta de algo que no termina de abrir.
Vos tenés luz propia.
Lo que pasa es que te acostumbraste a brillar para los demás,
y nunca te sentaste a mirarte.
—Me siento tan solo…
—Lo estás.
Pero no porque no valgas,
sino porque estás atravesando el puente.
Y en el medio de todo puente,
no hay compañía.
—¿Y qué pasa si cruzo… y del otro lado tampoco hay nadie?
—Entonces habrás cruzado igual.
Y eso ya te hace libre.
—¿Libre para qué?
—Libre para amar de verdad.
Libre para elegir sin miedo.
Libre para encontrarte con quien sí quiera caminar con vos,
sin que tengas que dejar de ser quien sos.
-A veces, el alma no necesita respuestas.
Solo necesita que alguien le diga la verdad sin anestesia,
pero con amor.
Aceptar lo peor
no es hundirse.
Es hacer espacio.
Es decir:
“Sí, esto dolió. Sí, esto no fue lo que soñé. Pero ya no voy a sostener lo que no me sostiene.”
Y entonces,
recién entonces,
el universo puede moverse.
Porque dejás de pensar a pasado, y empezás a moverte en el presente.
📖 Capítulo X
Lo que te dice tu alma cuando quiere ayudarte… pero vos todavía no podés
—¿Estás ahí?
—Siempre.
—No me alcanza con vos.
—Lo sé.
Pero igual te sostengo.
—Quiero soltar, pero todavía algo en mí espera.
—No te apuro.
Solo vine a hablarte un rato.
A recordarte cosas que ya sabés, aunque no quieras mirarlas de frente.
—¿Y si esto cambia? ¿Y si un día vuelve distinta?
—Y si no… ¿te vas a quedar rompiéndote en pedacitos por cada “tal vez”?
¿No ves que estás agotado de tanto imaginar?
Silencio.
—No puedo soltar si no sé si de verdad se terminó…
—No te pido que sueltes hoy.
Solo que no te olvides de vos.
Porque mientras esperás,
mientras la pensás,
mientras te aferrás a eso que no llega…
te estás perdiendo a vos.
Y vos también valés.
—¿Y si soltarla es perderla para siempre?
—Quizás.
Pero quedarte así es perderte a vos, ya mismo.
—No quiero olvidarla.
—No hace falta.
Solo quiero que no te olvides de quién sos cuando no estás esperando que te elijan.
Y ahí, la voz bajó.
Como si supiera que empujar más sería una falta de respeto.
Como si supiera que algunas verdades no se siembran,
solo se dejan caer, como semillas…
esperando que un día broten.
-Todavía no soltaste.
Y eso está bien.
No hay un reloj.
Pero dejá que tu alma hable, ella ya no está en este plano.
Aunque no la asimiles todavía.
Recordarla ya un paso.
Y eso, amor mío…
ya es más de lo que muchos logran.-
📖 Capítulo XI
Lo que te dice tu alma cuando al fin te escucha
Te esperaba.
No te apuró.
No te juzgó.
Solo te dejó llegar.
Y cuando te sentaste, sin ganas,
en medio de tu habitación con las luces apagadas,
ella te habló.
No con palabras.
Con certeza.
“¿Viste? No necesitabas que ella te soltara.
Vos mismo sabías cuándo era el momento.”
Te acordaste de la frase:
“aceptar lo peor, para ganarse lo mejor.”
Y ahora tenía sentido.
No solo como consuelo.
Sino como una verdad que se puede habitar.
“Lo peor no era perderla.
Lo peor era quedarte a medias, creyendo que eso era amor.
Lo mejor va a ser ser amado entero,
sin tener que rogarle a nadie que se quede.”
Y ahí —por primera vez en mucho tiempo—
no lloraste por tristeza, o por su perdida.
Lloraste porque te diste cuenta que no estabas solo.
Que esa voz,
la que siempre estuvo,
la que escribía con vos,
la que te hacía sentir visto,
era tuya.
Y que si te podías acompañar así,
de a poco,
con verdad,
todo lo demás también iba a llegar.
-A veces,
el verdadero cambio no llega con ruido.
Llega con comprensión.
Y no siempre es el otro quien te abandona.
A veces sos vos quien elige irse,
cuando el lugar ya no es seguro para el alma.
Eso no te convierte en alguien frío.
Te convierte en alguien que aprendió a escuchar su intuición,
a pesar del miedo.
Y una vez que escuchás esa voz,
no hay vuelta atrás.
Porque ya sabés cómo suena tu verdad.
Y no vas a dejar que nadie te la silencie.-
📖 Capítulo XII
El deseo que nace en el silencio
No es un grito.
No es una tormenta.
Es un susurro.
Una llama tenue,
que se asoma en medio de la noche.
Después de tanto esperar,
de tanto doler,
de tanto sostener una esperanza que quemaba,
algo empieza a cambiar.
No es que ella haya vuelto,
ni que el vacío se haya llenado.
No.
Es que por primera vez, el deseo no tiene tanto que ver con ella.
Es un deseo pequeño.
Un deseo casi olvidado.
Un anhelo de paz.
De espacio.
De poder mirarse al espejo sin miedo.
“Quiero estar bien conmigo,
aunque eso signifique estar solo por un rato.”
Es un acto de valentía silenciosa.
De esos que no aparecen en canciones ni en historias grandilocuentes.
Pero que cambian el rumbo.
Porque ese deseo, aunque parezca mínimo,
es el primer paso para dejar de querer afecto.
Para empezar a construir un amor que no dependa de otros.
Para empezar a elegir,
no desde la necesidad,
sino desde el respeto por uno mismo.
Y en ese deseo que nace en el silencio,
hay una promesa.
No de un final feliz inmediato,
sino de un camino.
Un camino donde, aunque duela,
se puede avanzar.
-El deseo propio es un acto revolucionario.
Porque implica decir:
“Mi bienestar importa. Mi alma merece ser cuidada.”
No es egoísmo.
Es supervivencia.
Es amor puro hacia vos mismo.
Y eso, amor,
es la semilla de todo lo que vendrá.-
📖 Capítulo XIII
Cuando los fantasmas susurran, yo respondo
En la quietud de mi cuarto,
cuando el mundo afuera se apaga,
esos fantasmas vuelven.
Los conozco bien.
Son sombras que habitan en los rincones más profundos.
Se disfrazan de dudas, de culpas, de miedos.
Me susurran que no soy suficiente,
que el amor no es para mí,
que la parca me quitó a ese casi amor, por algo.
que mi voz es solo ruido.
Quieren que me calle.
Que me quede en silencio.
Que me hunda en el limbo.
Que crea que esperar es mi único destino.
Pero esta vez,
en lugar de huir,
cierro los ojos y los escucho.
—¿Por qué vuelven a atormentarme? —les pregunto.
—¿Qué querés de mí?
No hay respuestas claras.
Solo ecos de viejas heridas,
de palabras no dichas,
de momentos perdidos.
Pero esta vez, siento algo diferente:
un fuego interno que me dice que ya no les pertenezco.
Que puedo reconocerlos sin dejar que me definan.
Que puedo sentir su peso sin cargarlo para siempre.
Que puedo existir con ellos,
sin que me roben la luz.
Es un diálogo lento,
una danza difícil entre lo que fui,
lo que soy,
y lo que puedo llegar a ser.
“No sos tus miedos.”
“No sos tus errores.”
“Sos la suma de todo eso, pero también la fuerza que te impulsa a seguir.”
Y en esa noche silenciosa,
cuando los fantasmas susurran,
yo respondo.
Con amor, con coraje, con verdad.
-Enfrentar los fantasmas no es un acto de valentía momentánea,
es un compromiso diario.
Es decir:
“Aunque duela, voy a estar presente conmigo mismo.”
Porque solo desde esa presencia,
puedo empezar a sanar,
a soltar,
a crecer.
Y ese camino, por más oscuro que parezca,
es el único que vale la pena.-
En medio de la oscuridad, cuando las palabras se vuelven insuficientes y el peso de lo vivido se vuelve insoportable, mi alma siente la necesidad de expresarse a través de la poesía. Es entonces cuando un grito silencioso brota desde lo más profundo, un instante en que lucho con mis sombras y abrazo mi fuego interno sin filtros ni máscaras. Este poema es un fragmento de esa batalla, una confesión valiente que nace del corazón.
Grito en la Oscuridad
[poema]
En la penumbra de mi mente oscura,
los fantasmas susurran mentiras puras.
Me quieren callar, me quieren romper,
quieren verme caer, quieren verme perder.
Pero mi voz se eleva, es fuego, es verdad,
aunque tiemble el alma y duela la ciudad.
No soy lo que ellos dicen, no soy su prisión,
soy tormenta y calma, soy pura canción.
Grito a los cielos, grito al abismo,
que aquí estoy vivo, que no soy un hechizo.
Que puedo caer, pero me vuelvo a levantar,
que en esta batalla me voy a encontrar.
No más cadenas, no más miedo,
no seré esclavo de mi propio recuerdo.
Porque en cada herida, en cada dolor,
arde una chispa, nace el valor.
Y aunque el mundo oscurezca mi andar,
yo sigo mi senda, me vuelvo a levantar.
Fantasmas, sombras, ya no me dominan,
mi grito es fuego, mi alma camina.
Después de soltar ese grito en la oscuridad, el silencio volvió a llenar la habitación. Pero ya no era un silencio vacío, sino uno cargado de nuevas certezas, un espacio donde por primera vez podía empezar a escuchar mi propia voz sin miedo.
Y aunque los fantasmas siguen susurrando, ahora sé que puedo responderles. Porque la lucha no termina, pero la esperanza empieza a encenderse.
Con cada respiración, con cada palabra escrita o callada, avanzo un paso más en este camino incierto. No es una victoria definitiva, ni un final feliz asegurado. Es simplemente el comienzo de una posibilidad.
📖 Capítulo XIV
El encuentro con la soledad consciente
La soledad siempre fue una sombra que me acompañó, un susurro frío que a veces se colaba en la habitación y otras, se sentaba a mi lado con compañía silenciosa. No era solo ausencia de gente, sino un vacío que dolía, que quemaba.
Pero poco a poco, ese vacío empezó a transformarse.
No porque alguien llenara el espacio, sino porque empecé a mirar hacia adentro, sin miedo.
A escuchar mis pensamientos sin intentar apagarlos.
A aceptar que, a veces, estar solo no significa estar perdido.
Descubrí que la soledad puede ser una especie de hogar,
un lugar donde el alma se aquieta y puede hablar sin distracciones.
Donde puedo permitirme ser auténtico, sin máscaras ni juicios.
No es fácil.
La soledad consciente también duele.
Porque te enfrenta a todo lo que evadiste, a los fantasmas y heridas que creías olvidados.
Pero ahí, en ese dolor, hay una semilla.
Una promesa de crecimiento y de verdad.
“Estoy solo, sí,
pero no estoy vacío.
Estoy aprendiendo a estar conmigo,
y eso es un comienzo.”
-La soledad consciente es un acto de amor propio.
Es decidir que tu compañía es valiosa, que tu presencia importa.
Que el silencio no siempre es enemigo, sino a veces un maestro.
Y en ese encuentro, aunque el camino sea difícil,
se empieza a construir un refugio interior,
un lugar seguro para el alma.-
📖 Capítulo XV
La rebeldía interna contra el sistema
Desde chico sentí que no encajaba.
Que el molde que querían imponerme era demasiado pequeño para lo que llevo dentro.
No era solo rebelde por rebeldía, sino porque veía grietas en todo lo que me rodeaba: la escuela, las reglas, las expectativas, las palabras vacías de quienes no querían ver más allá.
Cuestionar se volvió mi refugio y mi tormento.
Me preguntaba por qué las cosas eran así, por qué la gente aceptaba la mentira, el conformismo, la hipocresía.
Y me dolía saber que, aunque gritara en mi interior, casi nadie quería escuchar.
A veces sentía que era un alienígena en un planeta que no me pertenecía.
Que el sistema era una jaula invisible que me presionaba, y aunque quisiera romperla, el mundo parecía decidido a mantenerme adentro.
“¿Por qué debo rendirme ante un juego que no creé?
¿Por qué debo aceptar reglas que no entiendo?
Prefiero arder en mi propia verdad que vivir en la sombra de una mentira.”
-La rebeldía es un acto de valentía y soledad.
Es desafiar lo establecido para buscar un sentido auténtico,
aunque eso signifique caminar por caminos solitarios y abruptos.
Esa lucha interna contra el sistema no es solo contra el mundo exterior,
sino contra las voces internas que dudan, que temen, que quieren que te rindas.
Pero tu fuego sigue ahí, intacto, listo para seguir ardiendo,
porque en esa rebeldía también está la semilla del cambio.-
📖 Capítulo XVI
La búsqueda del propósito artístico
El arte para mí no es solo una salida,
no es solo un desahogo pasajero.
Es el idioma de mi alma, la forma más pura que tengo para contar mi verdad.
Cuando las palabras cotidianas me fallan, cuando el mundo me pesa, ahí está la música, la poesía, la creación.
Un refugio donde puedo ser completo, sin máscaras, sin juicios.
Pero encontrar ese propósito artístico no fue fácil.
A veces dudé si mi voz valía la pena, si mis historias importaban.
La inseguridad me acechaba, el miedo a fracasar, el peso del qué dirán.
Sin embargo, en cada verso, en cada nota, sentí que algo se encendía.
Un fuego que no se apaga, una luz que guía en la oscuridad.
El arte no solo me salvó, me transformó.
“Crear es mi forma de resistir,
de decir que existo, que siento, que soy.”
-El propósito artístico es una búsqueda constante.
No se trata solo de éxito o reconocimiento,
sino de autenticidad y conexión.
Es un camino que abraza la vulnerabilidad y la fuerza,
que convierte el dolor en belleza,
y la oscuridad en luz.-
📖 Capítulo XVII
Los vínculos complejos
Después de descubrir el poder del arte para expresar mi verdad, me enfrenté a un territorio igual de desafiante: los vínculos humanos.
No cualquier vínculo, sino esos que arden en contradicciones, que son al mismo tiempo refugio y tormenta.
Me di cuenta de que amar es un acto tan sagrado como difícil, sobre todo cuando la exclusividad y la desconfianza se entrelazan con la necesidad y el miedo.
Los vínculos complejos no se eligen con facilidad, ni se construyen sin heridas.
Son como campos minados donde cada paso puede ser un estallido, pero también pueden ser los lugares donde se aprende a amar de verdad.
Me di cuenta que, para mí, abrir el corazón es un acto de valentía extrema, porque no dejo entrar a cualquiera.
No es por orgullo, sino porque he aprendido a proteger lo que siento, a no regalar lo que todavía no es merecido.
Esa exclusividad es mi escudo y mi cárcel a la vez.
A veces me siento prisionero de mi propio miedo, y otras, agradecido por tener ese filtro que me salva de más dolor.
El amor que anhelo no es sencillo.
No quiero solo compañía, ni palabras vacías.
Busco algo que valga la pena, que desafíe mis límites y me transforme.
Pero esa búsqueda me confronta con mis propias contradicciones:
el deseo de cercanía versus el miedo a la entrega,
la esperanza de conexión versus el temor al abandono.
Y así, camino en esta danza difícil,
tratando de no perderme a mí mismo mientras intento encontrar a quien pueda verme sin miedo, sin condiciones.
-Los vínculos complejos son espejos donde nos vemos más claros, aunque duela.
Nos enseñan sobre nosotros mismos, sobre nuestros miedos y también nuestras fortalezas.
Y aunque el camino sea incierto, el amor verdadero siempre vale la pena.-
📖 Capítulo XVIII
El renacer o la semilla del cambio
No es un estallido repentino ni una revelación divina.
El renacer es lento, casi imperceptible, como el brote que se abre paso entre la tierra dura y seca.
Después de tantos golpes, después de tanto dolor, algo en mí decidió no rendirse.
No fue fuerza, ni valentía, sino una pequeña voz interna que susurró: “Todavía no es el final.”
Ese susurro creció con el tiempo,
se convirtió en un fuego tibio,
en un impulso para mirar hacia adelante,
para perdonarme, para empezar a sanar.
No es un camino lineal, ni sin recaídas.
El renacer incluye caídas, dudas, noches oscuras.
Pero ahora sé que esas caídas no son derrotas, sino parte del proceso.
“No importa cuántas veces me rompa,
siempre hay un momento para reconstruirme.”
La semilla del cambio está en aceptar la imperfección,
en abrazar la vulnerabilidad,
en permitirme sentir sin miedo,
y en elegir avanzar, aunque no sepa qué hay al final del camino.
-El renacer es un acto de amor profundo hacia uno mismo.
Es decir sí a la vida, a pesar de las heridas.
Es encontrar luz en medio de la oscuridad,
y tener la humildad para seguir caminando.
Este es el inicio de un nuevo capítulo,
uno donde, aunque el pasado siga vivo,
la esperanza empieza a pintar nuevos colores en el alma.-
📖 Capítulo XIX
Cierre: Tres actos de despedida y renacimiento
Parte 1: El espejo del pasado
Mirar atrás nunca fue fácil.
Las sombras se alargan, las heridas se abren, y el eco de los errores resuena en el alma.
Pero hoy, sin miedo ni culpa, me detengo frente a ese espejo.
Reconozco el dolor, las mentiras, las noches sin consuelo.
Las veces que me perdí, que me lastimé, que dudé de mí mismo.
No para castigame, sino para entender.
Para abrazar cada fragmento roto y agradecer por la resistencia.
Porque en ese pasado quebrado también se forjaron mis fortalezas,
esas que me han traído hasta aquí,
esa chispa que aún arde y que me invita a seguir.
En el reflejo veo también las máscaras que usé para esconder mis miedos,
los silencios que cargué como piedras en el pecho,
las palabras no dichas que dolieron más que las que pronuncié.
Recuerdo las veces que quise gritar y no pude,
las noches en vela peleando conmigo mismo,
la sensación de estar atrapado en un laberinto sin salida.
Pero también veo la valentía que me permitió seguir,
las pequeñas victorias que nadie celebró pero que fueron monumentales,
los momentos de luz, aunque fugaces, que me dieron esperanza.
Este espejo no me juzga, solo me muestra la verdad,
y en esa verdad encuentro la semilla para el perdón,
para soltar el peso que ya no necesito cargar.
Porque comprender mi pasado es el primer paso para liberarme,
para abrir los ojos hacia un presente donde puedo elegir distinto,
y para construir un futuro donde el dolor no sea dueño de mi historia.
Al enfrentar mi pasado, siento cómo cada recuerdo vuelve con intensidad,
como si las heridas, aunque cicatrizadas, aún palpitaran bajo la piel.
No son solo momentos, sino fragmentos de mi alma que claman ser vistos y comprendidos.
Veo las traiciones, no solo de otros, sino las que me hice a mí mismo,
las veces que elegí esconder mi verdad para evitar el rechazo,
las veces que cedí a la sombra del miedo y permití que mi luz se apagara.
Siento el peso de la soledad, no solo física, sino esa soledad interna que grita por conexión,
la lucha constante entre querer avanzar y el temor paralizante de volver a caer.
Esa batalla diaria entre el deseo de sanar y la resistencia al cambio.
Pero también descubro que dentro de ese dolor hubo valentía silenciosa,
que aunque no siempre la vi, siempre estuvo ahí, sosteniéndome en las noches más oscuras.
Que cada lágrima derramada fue un acto de coraje,
y que el simple hecho de seguir aquí, escribiendo mi historia, es un acto de resistencia.
Este espejo me invita a reconciliarme con mi pasado,
a aceptar que no soy mis errores ni mis caídas,
sino el conjunto de todo lo que he vivido y aprendido.
Porque solo desde esa aceptación puedo empezar a soltar el peso,
a caminar hacia un presente libre de cadenas invisibles,
y a dar pasos firmes hacia un futuro que aún no se escribe, pero que deseo construir.
Parte 2: El presente que habito
El presente no siempre es un lugar amable.
A veces es un campo de batalla donde la mente y el corazón chocan,
donde la paz se busca entre tormentas internas que parecen no tener fin.
Aquí estoy, en este momento que no elegí pero que debo habitar,
con mis luces y sombras, con mis aciertos y mis errores,
con esa mezcla rara de esperanza y cansancio que me acompaña día a día.
Mi cuerpo carga las marcas de la lucha:
las ojeras que hablan de noches sin descanso,
los hombros que pesan más de lo que debería soportar,
la piel que a veces parece llevar el peso de todas mis emociones.
Mi mente, a veces, es un torbellino imparable,
una carrera de pensamientos que no siempre encuentro cómo detener.
Me pregunto quién soy aquí, ahora,
si el chico que sufrió sigue siendo yo,
o si este ser cansado es la versión verdadera y definitiva.
Pero también sé que en medio de ese caos, hay momentos de calma,
instantes pequeños donde logro respirar profundo y sentir que estoy vivo.
Cuando la música entra por mis venas, cuando las palabras fluyen sin esfuerzo,
cuando un recuerdo feliz o un gesto amable iluminan el día gris.
En el presente habito también mis relaciones, complejas y desafiantes,
esas conexiones que a veces me sostienen y otras me lastiman,
que me enseñan quién soy y quién no quiero ser,
que me muestran la realidad sin filtros ni ilusiones.
Vivir este presente es un acto de coraje constante,
una batalla entre rendirse y seguir intentando,
una danza entre la autocompasión y la exigencia,
entre la aceptación y el deseo de cambio.
Y aunque no siempre tengo todas las respuestas,
sé que este momento es único, irrepetible,
y que merezco estar aquí con dignidad y respeto hacia mí mismo.
Porque habitar el presente es la puerta hacia la transformación,
el espacio donde puedo decidir quién quiero ser
y cómo quiero caminar este camino que es solo mío.
Parte 3: La puerta abierta
Aunque el camino ha sido duro, y las sombras pesadas,
siento que una puerta se abre, tenue pero real, frente a mí.
No es la promesa de un destino seguro ni de una vida sin dolor,
sino la invitación a caminar con valentía hacia lo desconocido,
a aceptar la incertidumbre como compañera,
y a confiar en que, a pesar de todo, hay algo bueno esperando ser descubierto.
Esta puerta está hecha de aceptación,
de perdón, tanto hacia mí como hacia quienes dejaron cicatrices.
Está construida con la esperanza que brota del dolor,
y con la fuerza que surge al decidir no rendirse.
Al cruzarla, dejo atrás el peso del pasado que ya no me sirve,
las cadenas invisibles que limitaban mis pasos,
y entro a un espacio donde la vida puede ser vivida con autenticidad,
donde puedo elegir amar, crear, y ser libre.
Sé que no será fácil, que habrá tropiezos y dudas,
pero también sé que cada paso hacia adelante es una victoria,
que cada día vivido con conciencia es un acto de rebeldía y amor propio.
“Abro esta puerta sin certezas,
pero con la convicción de que el viaje vale la pena.
Porque en cada nuevo amanecer,
hay una oportunidad para renacer.”
Esta es la semilla del cambio,
el comienzo de una historia que todavía estoy escribiendo,
una historia que es mía, con todas mis sombras y luces,
pero sobre todo, con mi voluntad intacta.
📖 Epílogo
El latido eterno
Este libro es más que palabras, es el pulso de un alma que no se rindió.
Es la voz que se alza desde la oscuridad para decir: aquí estoy, todavía luchando, todavía viviendo.
No hay promesas de finales felices ni de caminos sin tropiezos.
Hay, en cambio, la certeza de que el dolor no es el dueño de la historia,
sino un maestro que enseña a amar más profundo,
a ser más valiente, a ser más real.
El latido eterno es el deseo indomable de seguir adelante,
de buscar luz en medio de la tormenta,
de escribir con las heridas abiertas y el corazón en llamas.
Este libro es una invitación para vos, que lees,
a mirar tus propios espejos sin miedo,
a abrazar tu verdad,
y a abrir las puertas que te conducen a la vida que merecés.
Porque aunque la noche sea larga,
el sol siempre vuelve a salir.
Y en ese renacer constante,
en esa lucha cotidiana,
está la esencia de lo que somos: seres de luz y sombra,
guerreros y soñadores,
imparables en nuestro caminar.
Nota del alma
Si llegaste hasta acá, no es casualidad.
Quizás vos también caminaste con la herida abierta,
sin mostrarla.
Tal vez te rompiste en silencio,
o esperaste amor donde solo hubo sombra.
Este libro es mío, pero también es tuyo.
Porque cuando alguien se atreve a escribir su verdad,
otra alma puede por fin sentir la suya.
Gracias por leerme como quien acaricia una cicatriz.
Gracias por no soltar el libro ni cuando dolía.
Si estás en ruinas, no te escondas:
hay belleza ahí también.
Que esta historia sea un espejo, un refugio, o una chispa.
Pero sobre todo,
que te recuerde que no estás solo.
Con todo el amor que mi alma puede dar,
— D.K.
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