Vos, que no eres más que las cenizas de haber sido humano al sentirme. Consumido te manifiestas ante mis ojos desprovisto de luz, de sentimiento, y de toda cualidad que te identificaba como un ser humanamente disperso. No llevas ya nombre, ni para aquellos que te vieron al nacer, pues en cambio, malabareamos un secretismo pactado por tan solo unos cuantos al momento de pronunciarte, siendo sumisos ante la opresiva prohibición de públicamente nombrarte.
Tu nombre, nombre que a mí me parecía bendecido. Con una esencia que sanaba, salvándome por dentro. Es crucial destacar que no tengo otros versos para vos más que aquellos añejos empolvados por el tiempo. Cuánto deseaba yo, desde esta pueril ineptitud, traerlo de su vida artificiosa hacia la que mis manos, flageladas por el silencio de su ausencia, podrían revivirle al entregar mi vida por un gramo de su simpatía.
Tal vez entregaría mis años destinados a la compañía imperecedera, condenándome a ser solitario de su futuro por unas cuantas palabras dotadas de su sensibilidad. Dos que me prometan inútilmente que soy huésped en su inaccesible emocionalidad. Y otras tres, si me muestro osado, que me bendigan de este castigo de no encontrarme en su brisa primaveral.

Por siempre, Cuervo.
Yo te amaba-detestaba, Cuervo. Porque llevábamos la misma mirada silvestre, y la sed de conjugar amor en otra boca.
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