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Le pido al cielo que regreses a mí…

o que, por piedad, me enseñe a olvidarte.

No sé cuál de las dos cosas deseo más.

Hay noches en que imploro tu regreso,

como si mi alma dependiera de una sola mirada tuya,

y otras en que suplico que tu recuerdo se disuelva,

que se apague la voz de tu nombre en mi mente,

porque vivir entre lo que fuimos y lo que ya no somos

es un abismo que no sé cómo cruzar.

Fuiste lo mejor que me ha pasado,

y eso —qué ironía— es lo que más duele.

¿Cómo se arranca del pecho algo que me dio vida?

¿Cómo se deja atrás lo que nos enseñó a sentir?

Le hablo al cielo, pero no responde.

Solo me devuelve el eco de mi propio llanto,

como si se burlara de esta contradicción mía:

querer olvidarte… y a la vez,

morir si algún día lo logro.

Te pienso incluso cuando intento no hacerlo,

te busco en cada sombra, en cada rostro ajeno,

y en cada intento por soltar,

termino aferrándome más fuerte a lo que se fue.

Quizás eso sea el amor:

una plegaria que no se concede,

un deseo que arde incluso en la ceniza,

una herida que, por más que cierre,

sigue pronunciando tu nombre.

Y mientras tanto, sigo aquí,

suplicándole al cielo —o a ti—,

que me libere o me condene,

pero que no me deje

en este limbo donde no te tengo

y tampoco sé olvidarte.

Desde que tú ya no estás,

la forma en que me decías preciosa

dejó de ser una palabra

y se volvió el eco más dulce

de mi tristeza.

Solo dime que esa es mi palabra,

que no se la regalarás a nadie más.

Aleinad

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