A las 3:30 de la mañana, finalmente, se largó a llover.
Tardó más de lo previsto.
De hecho, se retrasó tres días, dieciocho horas y cincuenta y tres segundos.
Con la lluvia, nunca se sabe.
Abrió la puerta despacito para no hacer ruido,
metió la llave a oscuras para no despertar a nadie
y se mandó.
Empezó lloviendo unas gotas y después,
cuando vio que nadie la miraba,
se largó con más confianza.
Se aseguró de mojarlo bien todo:
la calzada, las veredas, los tejados,
los árboles, las farolas, las ventanas,
las barandillas de los balcones,
hasta lavó los coches que esperaban estacionados
en avenidas, calles y callejones.
Fue tan silenciosa
que los truenos se enteraron hacia el final
y se levantaron bostezando lentos y perezosos.
De los relámpagos ni noticias.
Llovió una cortina pareja durante más de una semana.
Algunos dicen que fue un mes.
Otros, que fue más de un año.
Cuando estuvo todo bien empapado
cerró con llave y se fue a llover a otra parte.
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