Posesión.

No había escrito en esta libreta.

No desde que traté de alejarte.

Te diste cuenta de mis planes, expusiste mis intenciones.

Quise actuar como si te estuvieras equivocando, quería que pensaras que todo aquello era un síntoma de una paranoia que anidó de pronto en tu pecho, sin aviso, así como suele llegar el dolor.

Que todo estaba bien. Tan bien como siempre lo había estado.

Pero no pude. Te dije la verdad.

Sí, estaba siendo malvada. Me pregunté si todos los villanos eran así porque tenían una encrucijada atravesada en medio del juicio. Si teníamos todos una herida en el recuerdo.

Y si así fuera, ¿qué importa?

No hay justificación para los malhechores.

Me convertí en una villana.

Hice cosas a escondidas, guardé secretos. Me quise escapar del dolor y, varias veces, me fui por los callejones para que nadie me encontrara.

Me restringí el alimento y después me atraganté para castigarme, para ver si así lograba vomitar la desdicha.

Encontré veneno debajo de mi lengua. Empezaba a convertirme en una serpiente. Los ojos ya me delataban.

Esta vez Dios sí vino a salvarme. Iba yo por el sendero, cabizbaja. Mirando y pateando las piedras. Dios se acercó y me preguntó por mi destino. Hace mucho no lo veía y casi no pude reconocerlo. Lloré, con el temor del primate que mira por primera vez al espejo, pues vi, al levantar la mirada, que mi destino era un campo de rosales marchitos.