Estoy en el ápice de la prostitución. De la mía. Pero, por cómo vivo, me regalan, me quieren, incluso sin reclamos.
Soy una excepción a la regla en el reino de un amor donde nadie quiere, y pareciese paradójico, pero ¿qué es sino una muestra tenue en cada sectante donde se encuentra, sea yo y mis cruces, o los suyos y lo propio?
¿Cómo me va a molestar estar justo en el medio, en donde la mitad de mi cuerpo recibe la tibieza del sol único y violento del invierno, abriéndose paso entre la angustia del clima, y la otra, que se contrasta, se mueve entre las sombras y los dobleces de una cama repleta de abrigo, hallando en los pliegues que quiere aquello que cree amar?
¿Y si esta es más verdad que todas las anteriores?
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