¿Por qué me dejás vivir?

Esta noche,
mientras las persianas murmuran con el viento
y el agua del lavamanos insiste en gotear
como si llevara la cuenta,
me arrodillé.

No fue una plegaria.
Ni siquiera un gesto piadoso.
Fue puro cansancio.
Las rodillas tocaron el suelo
como un cuerpo que por fin se rinde
sin música, sin gloria,
como cae un plato que nadie recoge.

Le hablé a Dios.
No a ese de las estampitas,
no al de los sermones ni las fórmulas.
Al mío.
El que me dejó vivir sin amor
cuando sabía que eso me mataría lento.

Le pregunté —en voz baja, como un niño—
por qué no se digna
a apagarme.
A cerrar este cuerpo
como quien baja la persiana de un negocio
que hace años no vende nada.

¿Por qué me dejás aquí, Señor,
con este hueco que mastico
como pan duro cada noche?

¿Por qué tantos días
con una cama entera
para un solo cuerpo
que apenas sueña?

¿No ves que ya soy
más pregunta que hombre?

Le dije:
no quiero milagros,
ni justicia,
ni respuestas.
Solo un poco de misericordia.

Llevame.
O amame.
Pero no sigas así,
dejándome despertar
en este mundo
como un eco sin origen
y sin destino.