Esa voz,
ese hilo certero
de presagios y asombros inefables
esa orfandad de piel
que busca un nombre errante en el silencio
y esconde antiguos gritos
en un idioma ajeno de crueldades,
esa palabra ajada
que recobra la luz entre los labios,
ese sonido errante o ilusorio
que anida como un pájaro entre el sueño
y la vigilia herida,
ese temblor sediento
que marchita la sangre con el miedo
y a la vez la exorciza,
todo eso, quizá
se acurruca temblando en el poema
y sin pedir permiso
lentamente habita una metáfora indeleble,
una imagen remota que palpita
en el papel en blanco,
como una criatura
desnuda e inocente.
Pero a veces también en el poema
crece el río tenaz e ineludible
que aprende a navegar en las tormentas
y burla los naufragios
por el solo designio de las aguas,
o ese umbral de misterios
que atraviesa la hierba
para alcanzar el sol sobre los muros,
o ese horizonte efímero
que dibuja fronteras en la tarde,
o ese amor entreabierto
como una flor lejana
que borda entre sus pétalos
las gotas de rocío,
o ese desasosiego
que busca un nuevo rostro en la neblina
o esa certera ausencia que reclama
la caricia inconclusa o el desprecio,
la misma soledad
o el llanto idéntico.
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