Al principio fue solo un olor. Un olor leve, ácido, que se pegaba a la piel y a la ropa. Me bañé dos veces, tres. Cambié las sábanas, revisé la heladera, saqué la basura. Pero el olor seguía ahí.
Después vino la picazón. Primero en los brazos, después en el cuello, detrás de las orejas. Me rascaba hasta dejar la piel roja, pero no servía de nada. Me ardía, me latía, como si algo se estuviera moviendo debajo.
Una noche me desperté rascándome con las uñas hasta sacar sangre. Algo se desprendió de mi piel y cayó sobre la sábana.
Un pedazo de mí.
Me quedé mirando ese fragmento de carne con los bordes oscuros y húmedos. Mi estómago se revolvió, pero no de asco. De miedo.
Fui al espejo. Mi reflejo estaba distinto. Más hundido. Más amarillo. Me toqué el cachete y sentí cómo la piel cedía bajo mis dedos, como si estuviera… blanda.
Me sostuve del lavamanos. Respiré hondo. Me acerqué más.
Un gusano blanco y gordo asomaba desde el borde de mi ojo.
No grité.
No podía.
Solo me quedé ahí, viendo cómo se retorcía, sintiendo cómo se movía dentro de mí, escarbando, royéndome por dentro.
Estoy pudriéndome.
Y todavía estoy viva.
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