Paz

Qué paz. Ver el mar, escuchar el sonido de las olas, el atardecer con el canto de los pájaros. Y esa arena tan suave tocándome los pies descalzos. O esa brisa que acaricia mi cara tan pero tan suave, que desliza mi pelo por mi hombro y va flameando como esa bandera blanquiceleste.

De lejos. Muy de lejos. Veo una nube oscura asomándose con un potente sonido que viene desde el cielo. Pienso quizás que es Zeus enojado intentando sermonearme de alguna manera. Como si no quisiera que tenga paz, como si la tranquilidad le molestara, como si no soportara verme en calma. En ese momento, abro los ojos asombrada, mi piel se eriza, y me cuesta pasar saliva de tan solo verla y escucharla. Ver cómo de un momento a otro va desapareciendo mi hermoso paisaje, el que tanto estaba disfrutando con paz. No digo que todas las nubes sean malas o feas, pero si hubiesen estado ahí, opinarían como yo.

La brisa se convierte en un viento violento. Como si me estuviera empujando. Las olas se desesperan, chocan, se vuelven altas, se vuelven esas olas que, si meto mi pie, me atrapan y me ahogan. La arena se vuelve tosca, como si caminase sobre tierra y montón de piedras chiquitas que me hacen doler los talones. Los pájaros intentan volar para que no se las lleve ese viento y que, por una desgracia, terminen ahogadas. El sol va bajando, al parecer, en segundos. Y las nubes siguen apareciendo con una tormenta que durará días, e incluso semanas. Y quizá me deje heridas por ese viento tan violento. Ese sentimiento de sentir paz en un hermoso atardecer a sentir cómo esta playa, mi playa, me lastima. Ya no voy a volver a ser la misma. Pero aprendí a irme en el momento justo.

-Gianella Krüger