No pude contener las lágrimas. La feroz agitación que me atenazaba se diluyó dulcemente en el llanto. «Haz perdido», me dije, y me alegré por ello. No podía haber sido de otra manera. Esa victoria suya iluminaba el camino que debía seguir mañana.
I.
Para mí, no hay peor castigo que la soledad. Qué debilidad la mía, esa que me deja envuelto y maleable en las situaciones. Hay males peores en el mundo, pero no se cruzan por mi mente cuando nublo los recuerdos y el hielo del vaso me besa los labios. Cierro los ojos y pienso: “Ese es el círculo al que pertenezco”. Y los fondos se superponen. No sé si estoy en un bar con gente, en un partido, en un recital o en una sala de hospital. Todo se me antoja una tierra inhóspita. Fijo con ahínco mis ojos en el cenicero y vuelvo a la realidad. Otra noche me registro en el frescor de la cerveza y el calor sofocante de un pueblo desvelado. Allí, en esa silla, rodeado de gente, hablando a vozarrones, sin hablar, se gesta en secreto el parásito que me devora el corazón. La soledad es un hombre de bolsillo que busca salir entre monedas de cobre y servilletas manchadas de labial. No parece callarse nunca. Siempre es oportuno y tiene algo que decir; alguien se va a reír de sus ocurrencias. Pero nunca deja verse. Esa es la soledad que yo conozco.
Y pensándolo así, es un castigo loable. Lejos estoy de decir que lo merezco, pero aplaudo la precisión quirúrgica de extirpar las entrañas y dejarlas secar al sol. Porque tal es mi exposición. A veces, mientras estoy en mitad de una multitud, abrazado por una falsa gracia y despojando el alma en cada movimiento, siento que las personas me miran como a un bicho. De repente, sus rostros son los borcegos que me pisan, y es mi herida agudizada la que sangra en sus vasos de vino tinto. Me emborracho a tal punto que todas las luces se apagan, esperando el momento en que deje de ser yo y arranque la performance que me obliga a vomitar en algún baño público. Esa que me despierta con una espalda tersa y desconocida a mi lado. No sabía que la depresión tuviera tantos rostros y nunca se quitara el maquillaje. El disfraz se agota y el sufrimiento retorna en forma de un dolor de cabeza, la vergüenza de pedir llaves y el abrocharse los botones sin nadie que te admire del otro lado de la sábana. No realmente. No a quien sos. Aquel desconcierto es digno de una escena de poca monta.
Muchos dicen que hablo bien y que les gusta mi voz. A mí me ahoga el aire que pasa por mi garganta y preferiría al humo como único transeúnte. Si fuera por mí, no hablaría. Lo que de mi boca sale es un licor dulce y barato. La soberbia me desalienta a abrir el corazón, como si los receptores no valiesen el tiempo, y el miedo profundiza sus fosas. Mis palabras son una jauría sedienta, vacilando a las caricias, calculando en qué mano se esconde la apedreada. Quién de los presentes me conoce.
Una buena amiga observó una vez: “Vos utilizás las palabras como un escudo”. Desde ese momento le soy fiel, sin importar qué haga o diga. Porque mi corazón guarda fidelidad para todo aquel que irrumpe, con una daga entre dientes, en este bosque espeso y desalmado, y rescata algo de mí antes del incendio forestal. Hay quienes resguardan de mí fragmentos que oculto recelosamente. Valoro la terquedad de mantenerme. Solo quien me conoce merece ese respeto. Al resto no puedo ser más que despreciable y despiadado. Están invitados a conocer todas las máscaras que exhibo. Mi carisma es embriagante y no parezco quedarme fácil en un punto muerto. No guardo dolencia ni me pesa el desprecio ajeno, porque sé que solo un puñado cruza el umbral donde mi voz deja de ser un vino y se convierte en rosas. La amabilidad es un acto egoísta.
En esa faceta te conocí. Jugué tanto a un personaje que tuve el descaro de olvidar quién soy. Me convertí en alquimista; mi piel se refugió en escamas. Sin darme cuenta, me volví la forma del agua. Te pregunté una vez si te ocurría igual, si guardabas un seudónimo para las reuniones y te reservabas un alter ego para cada ocasión. Tu respuesta no me convenció. Había en tus palabras una confianza exacerbada que augura la derrota y, a su vez, un perro arrinconado, instintivamente lanzado al ataque, que amenaza toda integridad. Qué cóctel peligroso, qué mente afilada la tuya. Me gustaría encontrarle una traducción fiel a la palabra sharp, que es la que te describe, a tu cuerpo bien definido, tu gracia altanera y tu vivaz lengua centelleante. Pero no se me ocurre ninguna. Y vos, que tenés un afán por describir sistemáticamente a las personas, no diste en su momento con el clavo. Sospechabas al principio que me ocultaba ahí, que vagaba ahí, en la ternura de mis ojos. Yo ni siquiera me veía reflejado en las piedras negras. No había nada que reflejar. Era un envase vacío.
Tal vez por eso me mantuviste cerca. No porque vieras algo en mí, sino porque el vacío también es un espejo, y en mi ausencia de forma podías proyectar lo que quisieras. No reparaste en que, mientras me desarmaba, vos te armabas de palabras, de gestos medidos, de un guión ensayado con maestría. Nos medíamos en el mismo tablero pero con normas distintas. Yo me diluía, vos afilabas los cuchillos. Yo me perdía en la inconsistencia, vos me rescatabas verdades a medias. Y aún así, había momentos—breves, traicioneros— en los que casi creí que podíamos encontrarnos en algún punto intermedio. Como si, por un instante, el telón se apiadara y nos abrazara dentro.
Todo lo que hice fue sin malicia, y todas las mentiras me sabían necesarias en ese preciso momento. Germinó en tierras áridas el amor, sin lluvia que lo alimentara ni sombra que lo reparara de un sol fulminante, sin refugio ante las alimañas. Nunca supe bien qué se suponía que debía hacer con él; jamás me tocó estar en esta situación. El raciocinio me indicaba que las esperanzas de vida, en condiciones tan desfavorables, eran escasas, prácticamente nulas. Todo mi cuerpo pedía huir a gritos; creció en mí una ansiedad que opacaba todo brillo. La vida era una muela rota, amenazando con infectarse. Y, así y todo, lo intenté. Me planté contra mí mismo cuántas veces, deshidratado y maltrecho, para romper un círculo implacable. Mi lucha se mezcló con la tuya. Te uniste como aliada y, al mismo tiempo, eras el enemigo durmiendo en el mismo lecho. Te amé y te dejé entrar, virar por todo recoveco, juzgarme despiadadamente. Hablarte se sentía como sostener una Biblia en la mano izquierda y alzar la mano derecha, solemne. Hablarte era entrar en el interrogatorio. A mí nadie me cuestionaba antes de vos.
No existe la verdad completa, no para mí. Existen las dosis de verdades. Existe el creeme o reventá. Tu modo de mirar las cosas es de profana pulcritud. Antes de vos, no conocía el concepto de ética ni de moral. En qué momento me convencí de que éramos iguales. Te admiro. Quisiera ser tan inteligente como vos y mimetizar la seguridad que cae en cascada por tus hombros. Quisiera también que rescataras algo de mí y te lo quedaras. Pero, por mucho que lo desee, no somos iguales.
II.
Nuestra historia es conocida. Es una película vieja que se proyecta todos los viernes por la noche, cuando recorro las mismas calles por las que alguna vez repartimos el amor. Me pregunto si me convertiré en hormiga un día de estos, de tanto hacer el mismo camino ida y vuelta. Yo camino y repito los diálogos, al principio con desdén, luego con esmero y finalmente cual plegaria. Las imágenes se recapitulan tan rápido que temo que la fricción vaya a quemarlas y borrar todo recuerdo. Nuestra historia es la de los siglos, aunque los espectadores que nos rodean no parecen entenderla ni un poco. Están muy ocupados viendo el celular, atendiendo un recado, besándose en el fondo de la sala, comiendo y haciendo barullo. Vos y yo presenciamos las escenas atentos. Conocemos a los personajes y su manera de actuar, entendemos las pausas, los silencios; sabemos qué quieren decir aún sin que emitan un sonido. Por momentos, nos turnamos para exclamar por lo bajo “qué tipos boludos”, y sonreírnos cómplices. Es una película mala, un gusto camp culposo. Cada vez que salimos del cine, encontramos un nuevo chiste interno para hacernos y eso nos motiva a abalanzarse sobre el mostrador y levantar dos dedos.
Nuestra historia. Cuán peligroso recordarnos como los amantes que fuimos. Mis tendencias maquiavélicas, tus arrebatos de cólera. El noble amor corroído, con raíces de junco, inquebrantable. Cruzar las calles con la mera excusa de tomar tu mano. Los picnics, el juego de té, el beso de las cucharas. Tus fotos de niña, mi promesa soaz de protegerte de mí. La guerra fría, el silencio en el comedor, la mentira y la crueldad. Los tiempos de tregua, de empeñarnos en una pasión furtiva, revolcarse en las arenas movedizas y saciar la sed por la madrugada. Buscar el regazo por debajo del mantel. Comportarnos bien, serviciales, el uno al otro, iguales. Apremiarse en los besos de saludo y despedida. En la intimidad, buscar la picazón, preguntar por las marcas en tus piernas, acariciarte hasta el alma de un sacudón. Mis gestos brutos, tus quejidos divertidos. Nadie reconocerá tus ojos como yo. Dónde termina tu cuerpo y empieza el mío. El ocio, el arte, la mesura de mis comentarios y tu desacato irreconocible en el medio del pogo. Te traje un café, te traje unos bizcochitos; mi mamá te preparó esto para que pruebes. Qué es el amor sino mirarte, a vos y tu frío desdén, de facciones felinas, de corazón efervescente, solo para derretirlo al calor de un sol ocioso, de siestas interminables, de un torpe goce incondicional. Te enseñé lo que es la familia a mi modo. Me mostraste el cielo y me asusté al verle el rostro a Dios. Los recuerdos, son tantos, me esforcé tanto por borrarlos. Quemé todo, tiré todo a la basura. Fue en vano. Cómo me mudo a una nueva piel, cómo recorto este montaje.
Pensé que teníamos un acuerdo tácito. La historia no podía ser contada, distribuida y exhibida. Y en la intimidad de la sala vacía un día de semana, solo vos y yo podríamos dialogar sobre las decisiones técnicas, las luces y sombras, el encuadre y la narrativa. Nadie más que nosotros es merecedor de ver y hurgar. Las películas se miran en absoluto silencio. Luego, cuando los desacuerdos y el hastío nos separasen, podríamos asistir a funciones distintas, con la esperanza nostálgica de cruzarnos en mitad de la penumbra, entre dos butacas al fondo a la izquierda. Pero no, hiciste de nuestra película un camp de pijamada. Reuniste a todos tus amigos, ellos compraron los pochoclos y la bebida, tomaste valor buscando animales en el fondo de la botella y te precipitaste a narrarles la sinopsis. Y qué sinopsis, qué resumen. Tenés un talento nato para atraer con una sucesión explosiva. Pocas palabras te bastaron para que pidieran darle play.
Silencio, arrancó la función.
A mí la soledad me invadió desde el momento en que asomaron los créditos finales. Salí de la sala con un mal sabor de boca. Cuántas secuelas triunfaron en el cine. De quién me rodeo ahora que todo parece un final abierto, dónde encuentro un faro de luz que vuelva la esperanza a mi divagar. Dónde carajo encuentro un puerto. La calle se volvió un océano y no quisiera caer en la misma espiral. Salí del espectáculo agotado, ya no podía nadar por mi cuenta, estaba a la deriva. Y Dios me era indiferente; estaba ocupado impartiendo castigos. Me tenté a caer sin remedio, mezclarme en el barro de las vasijas. No se me hace difícil meterme en personaje, embaucar a una nueva persona, beberle la sangre hasta recuperar mi vitalidad. Pero hacerlo implicaba cargar mi propia tumba. No podía rendirme tan fácil. Dejé una guerra y me metí en otra. Te perdí de aliada y de enemiga. Fue un alivio. Fue un pesar.
Yo soy, ante todo, una contradicción, algo que se escapa de toda brújula moral. Para mí, el fin justifica los medios. Así implique dejarte con el corazón roto, existe la esperanza de retornar cuando lleguen los buenos tiempos. Y si no llegan, el olvido será un poderoso sedante. Alguien nuevo, quizá igual a mí, tocará tu puerta con una promesa.
Es común que mi voluntad sea un velero volátil, siguiendo su derrotero según los caprichos del viento. No es divertido vivir así, no lo creas, en la inestabilidad emocional, preso del deseo y el arrepentimiento, entre la certezas de mis decisiones y la sombra de sus consecuencias.
"¿Qué secuelas triunfaron en el cine?" Esa fue la pregunta que le envié a V. en medio de una noche acalorada. Me encontraba con mis amigos, como de costumbre, tomando. Le repetí el mismo tópico que debatíamos entre copas. Mencionaron algunos clásicos como Spider-Man, Shrek y Cars. No estaba frente a un foro especializado en el tema. La lista no se alargaba mucho más. Y cuando les pregunté qué secuela superó a su antecesora, me sentí desanimado. No creo que existan dos Francis Ford Coppola en el mundo, ni yo me creo él como para ejercer la labor titánica de crear El Padrino II, la película que tanto te gusta. No, la nuestra lejos está de pasearse por la alfombra roja. Su presupuesto fue más bien acotado. Pasó sin pena ni gloria por los ciclos que la proyectaban en San Telmo, valiéndonos, con suerte, para rascar algún 2x1 en otras funciones. Para colmo, las críticas fueron siempre crueles.
Pensé que la incertidumbre se convertiría en aburrimiento pasado cierto tiempo. Descubrí que sos insaciable y todo querés saberlo. A mí también me resulta conveniente explayarme cuanto me plazca. Algo de lo que escribo tiene que cambiar este resultado de derrota. Hasta el orgullo me abandonó. Estoy solo.
III.
Conocí a V. unas horas después de enviar aquella carta, la que pregonaba nuestra reconciliación. Necesitaba ser correspondido por alguien, quien sea. Así como le hablé a ella, respondí dos historias al hilo que mis amigos ignoraron. Ella continuó la conversación. Me sentí extasiado. Mi corazón bombeaba muy rápido, sentía que iba a explotar. Desde el primer momento fue estimulante. Tal vez mi emoción se deba a que, por aquel entonces, hablaba poco. Vivía en un caparazón y no le contestaba a nadie. Los días transcurrían monótonos. También es cierto que siempre quise hablarle. Compartimos un historial difuso de coqueteo y repartimos saludos pausados acá y allá. El tiempo, sin embargo, había pasado. Nada conocía de ella realmente. Temí que al hablarle me ignorase. Por qué no lo hice antes, me arrepiento. Peor aún, por qué decidí hablarle. Por qué tomé esa mortal decisión.
Por entonces, los días eran un infierno de horas que se apilaban, como hojas de trabajo en un escritorio diminuto. Me distraía en mil tareas y nada me satisfacía. Me levantaba tarde, me levantaba temprano. Comía y dejaba de comer. Me obsesionaba con un sonido, lo repetía durante el día hasta hartarme de mí mismo. A veces me agobiaba con ejercicios; otros días, simplemente no me movía. Me tiraba en la cama y fingía estar enfermo. Nadie me cuestionaba nada. Ni siquiera mi familia me hacía preguntas. Si estuviera medio peldaño fuera de mis cabales, hubiera sentenciado con sangre que a nadie le importaría si muriese ahí mismo. De verdad lo digo. Tirado en la cama, me costaba pensar que alguien fuese a rescatarme.
La terapia me mantenía a flote e internamente me rehusaba a ocasionar más problemas. Estaba en un punto de dolor dulce, equilibrado, punzante y silencioso. A quién podía culpar, yo merezco estar así, pensaba. En los momentos frenéticos, consideraba el tratamiento de fármacos. Lo mío era de por sí un sufrimiento asumido, anestesiado.
Los días posteriores al mensaje que te envié estuvieron cargados de mal augurio. Entraron en mi vida varios fantasmas del pasado, amedrentando mi presunta calma. Estaba al borde del precipicio. Fue como si, con mi intromisión en tu vida, hubiese despertado a algún dios iracundo, obstinado en lanzar rayos a diestra y siniestra. No quiero contarte qué sucedió. Te dije que no quería hablar de eso. Solo quería que me abrazaras y me dijeras que todo estaba bien. Fue muy torpe de mi parte esperar eso de vos, que poco sabías de mí en tantos meses de lejanía y parecías haber gastado varias velas en tu espera, al punto de que ya no te quedaba calidez cuando respondiste.
Al final, atendiste mi llamado. Cruzamos dos palabras. Plantaste tus condiciones. Nos separamos nuevamente. Fue como un episodio piloto que poco se comparaba con el dramatismo y la explosividad de su ópera prima. Parecía un cuento sin gracia. En el poco tiempo que anduvimos, hablábamos, nos reíamos, esgrimíamos algunos planes, revolvíamos las cenizas con cierto deseo, pero todo parecía insulso en esencia. Volviste a herirme y, al primer atisbo de duda que prestaste, me acobardé como un niño. Y aquel empeño que puse en germinar algo nuevo se volvió en mi contra. No me frustró pensar que no veías nada de lo que había construido en sombras, sino que no pudiera darte garantías. Vi cómo el agua de mar se alejaba de la orilla y la marea retornaba el escombro y la suciedad que me esforzaba por limpiar. Me sentí vacío y sucio. ¿Qué cinturón blanco podría cargar yo si mis dedos son hollines? No podía borrar mi dolencia, quitarte el velo; todo lo que amabas algún día odiarías.
‘Cuidado con ésta, tiene un CPU en la cabeza’, advirtió alguna vez tu mamá. Y yo pensé, enternecido, en tu niñez. Imaginé aquella niña que retiene los ejercicios, que exprime los cuentos infantiles y relata en la cena los sucesos escolares. Aquella que recuerda las promesas de caramelos después del chequeo médico y que no parece callarse nunca en los recreos. Esa misma niña, hecha mujer, que sabe exactamente cuántas cucharadas de azúcar ponerle a mi té y que calcula su agenda según los días que estoy más o menos atareado, que contabiliza los días que pasamos juntos y archiva nuestras charlas. Una abogada excelente, que ahora expulsa palabras hirientes, mortales, el velo en sus ojos, la balanza en el suelo y la verdad como filosa espada.
La quietud de nuestra última conversación convirtió mi casa en la noche. Intenté rehacer mi vida como pude, con las fuerzas que me quedaban, tirando del carro como un pobre hambriento, cuyas ropas no son más que harapos y su vida es una putrefacción dental. Oculté mis dientes a todo aquel que me mirase. No sonreía aún en mis mejores días. Y me cruzaba con todos tus amigos por allá y por acá. Pueblo chico, infierno grande. Odiaba que me miraran de reojo, a veces me repugnaba mi propia presencia cerca suyo. El alcohol me calmaba, las drogas me adormecían todo el cuerpo, nada me borraba el recuerdo. Era el silencio perpetrado del cementerio. Vivir se asemejaba a caminar en cuclillas en mitad de un sueño ajeno.
IV.
Y, en medio del caos, V. contándome de su día y animándome a que le cuente el mío. Apenas nos separamos, volví a hablar con ella. Su presencia se tornó un rayo de sol que iluminó todo el cuarto. Hablábamos todo el tiempo de un sinfín de cosas. La amistad que me ofreció fue el faro que tanto anhelaba. Es en la fragilidad del espíritu donde nacen los más puros sentimientos. Sin embargo, no pensaba en conquista, no pensaba en flores, no pensaba en ser coqueto. No cabía en mí la posibilidad. Incluso me asustaba la idea de que algo pudiera mal interpretarse, se tornara raro y se alejara de mí. El enamoramiento jugaba un papel nulo. Había vagado tanto tiempo sin nada que me reconforte. Y luego contaba con su compañía.
El mes que pasamos juntos —el de tu ausencia— fue el brillo de la cotidianidad. El de los malos chistes y las confesiones absurdas. Descubrirnos similares, con nuestro disgustos caprichosos por la comida, la textura y los sabores; nuestro amor incondicional a la pizza, la virtualidad, el pasado bochornoso y jovial de nuestra adolescencia. Aún recuerdo haberte explicado qué era el roleplay y recibir una mirada burda. Contarte mis anécdotas del alcohol y la secundaria, y solventar tu extrañeza. Su complicidad me impactó desde el minuto cero. Había algo en ella que me invitaba a relucir los colores amarillos. La imaginaba paseando por las arboledas de El Tejadito y me esperanzaba pensar “qué lindo saber que usted existe”. Su perra inquieta, marmolada, de patas cortas y eterna festividad. No hay prenda que no se parezca al dueño, diría mi mamá. Las horas incansables discutiendo. La pizza de Uggi’s y del Carrefour, nuestros favoritos de Disney, el fanatismo por las tazas y los reality show, la tierna angustia por los días lluviosos, los borcegos empapados y los rulos alborotados. Un mes exacto, de corrido, quizás el mejor del año. Renegar por ver películas, llorar con Encanto, yo sería como aquel y vos serías como aquella. Las llamadas nocturnas celebrando el absurdo, viendo sus videos favoritos de pedicura. Desvelarme como si no necesitara energías para afrontar un nuevo día y la bruma acelerada del desamor. Hablarle de fútbol y que me replique con posturas de yoga. Halloween, mostrarle mi lado más indeciso, qué disfraz uso, qué máscara te parece mejor. Desearme feliz cumpleaños pasadas las doce, como nadie lo hizo antes, y celebrar viendo Over The Garden Wall por llamada, oyéndola llorar del otro lado del auricular. Escuchar Chappel Roan y El Madrileño. Todavía pienso si habrá escuchado los álbumes que le recomendé. Su aplicación admirable en los estudios, las charlas de anatomía, enseñarme a medir el pulso de mi antebrazo, ayudarla a entender un párrafo o dos, acompañarnos en los recesos. La semana del adiós, las horas impronunciables, la incisión seca, quirúrgica, la herida abierta. A pesar del dolor que me causan los recuerdos, cómo se fue sin despedirse, arrancándose de mí, odiaría olvidarme de ella.
No pensé en películas el día que se fue, no pensé en nada, irónicamente, el día que más me debía al estudio y repaso de películas. Al día siguiente tenía el examen que definía mi próximo año, el punto cúlmine de mis expectativas. Había vagado meses por encontrar un propósito. Sin embargo, poco me importaba el método actoral, el raccord, el rol de un montajista en post-producción. Por mí Lumiere, Godard y Martel se podían ir al carajo, eran las siete de la tarde y yo estaba atornillado a la cama. El golpe asestado, pulcro y efectivo. Murió V., se desvaneció sin dejar rastro, y con ella los buenos días y las buenas noches. Morí yo, despellejado vivo, tantas veces morí, me desmayé de dolor, me retorcí en sangre. Y finalmente, moriste. Una matanza cruel y destructiva. Cualquier hombre se vería marcado de por vida. Me causa dolor que el traumatismo se haya convertido en la moneda corriente. Qué puedo decirte, te equivocaste. No existen excusas que justifiquen tu accionar. Te noto poco arrepentida por entremeterte. Alejarla de mí fue necesario. Y está bien, lo entiendo: hay que amoldarse a la realidad que mejor nos calza. El veneno infringido fue la pócima que te revitalizó. Espero entiendas que escribiendo esto, yo también busco sanar. No tengo otra opción, es elegir entre la mordaza o la horca.
Fueron tantas despedidas que perdí la cuenta. En una, me preguntaste qué ocurrió en los días posteriores. Qué ocurrió. Apenas podía pensar. Tomé valor y me empastillé. No soy lo suficientemente valiente para cometer un suicidio pero perdonaría un accidente, a mi familia no le destrozaría tanto la imagen que tienen de mí. Mi mamá no lloraría por mi alma perdida. Me hundo entonces en este nuevo personaje, me predispongo a situaciones peligrosas, juntándome con gente indeseada, caminando de noche con las zapatillas lustradas, cruzando la ruta sin mirar, expectante, esperando la oportunidad. Ese día me empastillé y salí a la calle. Hice un tramo enorme de casa a la universidad, rendí, rendí como pude. Tuvieron que buscarme porque no soportaba la culpa.
Nunca revisé las notas: sé que no pasé.
Cubrirme, cubrirme. Capa tras capa. El perdedor en este juego, el villano de la historia. Descubrir que ahora hablan, que son mejores amigas; convertirme en el infame enlace de tu nueva relación. Mirar los fuegos artificiales desde la ventana. Pasean por lugares que te recuerdan a mí. Me descubrís en sus chistes. Salen a bailar y, en secreto, me tocás en canciones. Ya conocés su casa, su perra, su mamá te charla en el comedor mientras esperás que hierva la pava. Ahora la conocés mejor que yo, ahora sabés lo que perdí. Te consuela estar ahí con ella, aliviarte de mí, arrebatarme la victoria.
No puedo dejarme ver. Hablando a vozarrones, sin hablar. Mi corazón, hecho coraza, caparazón. Estoy prendido fuego, bañado en un desierto. Experimenté angustias, ninguna tan densa, cruda y tempestuosa. No me interesa que las personas lo noten. Quisiera morirme antes de ser notado. Camino desollado, con los huesos expuestos. Cada paso es un sepelio, y toda sombra me entorpece. Nadie nota nunca nada. Pensaba que yo era un maestro del disfraz pero a lo mejor a nadie le importo. El verano puede continuar, el alcohol fluyendo, la embriaguez de mi encanto. Da igual cómo me sienta, con tal de que aquel parásito me carcoma por dentro.
V.
Nada de lo que relato es culpa tuya. Ya pasamos por la etapa de señalar con el índice. Aunque me hubiese gustado decírtelo cuando nos vimos por última vez. La que creímos que sería la última vez, la del encuentro fugaz en un hotel conocido. Me hubiera gustado decírtelo, mientras lloraba en silencio mirando tu rostro adormecido. No tendría caso, no creo que debas cambiar de opinión. Por más que me hayas causado tanto daño, yo fui peor. Si fuese una mala persona, una terrible persona, alguien merecedor de lo que me causaste, al menos tendría consuelo de que no me llevé la peor parte. Pero no es así. Ese día acaricié tu cara y comprendí que no.
No sé si sos mi juez o mi redentor. La compasiva que duerme en mi lecho humillado, la arpía de la que tu mamá me advirtió. La presa suelta, el baldío, el testigo del incendio. El bisturí afilado y los guantes blancos ó las manos frías horneando un budín de banana, dándole forma a las tortafritas, a las galletitas, a la pastafrola. La película se precipita, se funden tus imágenes al calor del amor, fricción que borra mis sanas dudas, convencimiento de que hicimos lo mejor que pudimos.
Mi más sincera recomendación es que jamás vuelvas a alejar esta historia del lente del amor. Yo hice el intento y de nada sirvió. Bien podría, vivir en la vorágine y eximir mis penas convenciéndome. Qué sentido tiene no serle fiel a tu imagen completa. Al amor que inventamos, recio a ser feliz; una llama, un ardor pasional, destinado a sufrir y consumir todo lo que toca. Aceptamos el sacrificio de ser el incendio.
Cuando pienso en nuestro final, imagino aquel banco en el que te vi por primera vez. A la orilla de la plaza principal de nuestro pueblo, percudido, en algún momento supo ser blanco. En algún momento supiste no conocerme.
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