He caminado por semanas, meses, años, y luego de este continuo desfile de nuevos recuerdos me encuentro frente a una piedra.
Demasiado alta para saltar sobre ella.
Demasiado lisa para escalar sobre ella.
Demasiado pesada para moverla.
Demasiado grande para ignorarla.
Esta piedra toma todos mis esfuerzos para moverla y las disuelve en su interior. Siento que me mira desde arriba, desde abajo, desde su centro, y me considera una molestia, esa mancha en el espejo que le impide apreciar el paisaje.
Por lo que entiendo, tengo dos opciones: volver atrás sabiendo que el camino termina en esta roca, o quedarme a vivir aquí y encontrar algún sentido de victoria en incomodar al obstáculo que no puedo superar.
"¿Qué haría alguien más sabio?" Me pregunto, apoyando la espalda contra la roca, ojos cerrados, de rodillas.
Y me hago esa pregunta por días, meses, años, hasta que mi cuerpo está cubierto de un fino musgo húmedo que sacia mi sed y me da calor, hasta que mis extremidades han olvidado sus funciones y han tomado una posición definitiva, hasta que yo y la piedra nos hemos vuelto en uno mismo.
"¿Qué haría alguien más sabio?" Le pregunto a la piedra, mientras me recuesto en ella, en un lugar cómodo y seguro, en su abrazo para siempre.
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