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Pétalos que recuerdan el pantano.

Oct 14, 2025

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Pétalos que recuerdan el pantano.
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¿Te gustan las flores?
A mí sí. Aunque no como quien las recibe en un jarrón ni como quien las arranca del suelo para olvidarlas en un vaso de agua. Me gustan porque son
enigmas breves, explosiones silenciosas que el mundo apenas nota. Se abren sin pedir permiso, sin aplausos, como si la belleza fuera un acto secreto. Algunas, las más discretas, parecen fotocopias de los momentos de la vida: están ahí, casi invisibles, pero sostienen en su fragilidad una verdad que no se deja traducir.

La flor de loto me obsesiona. No nace en aguas cristalinas ni en manantiales de cuento, mucho menos en arroyos transparentes donde el reflejo da calma. Su origen está en lo contrario: en lo turbio, en el lodo denso, en la oscuridad que nadie celebra. Hundida en el barro, resiste en silencio, como si supiera que el barro no es condena sino aprendizaje. Y de repente, cuando nadie espera nada, el loto se atreve a abrirse, puro, intacto, casi imposible.

He pensado que la vida es eso: hundirse primero. Sentir el peso del agua sucia, las ramas quebradas, los sedimentos que se pegan al cuerpo como memorias que no se borran. La existencia arrastra días espesos, hostiles, donde parece que ninguna luz podrá alcanzarnos. Y, sin embargo, en el corazón de esa sombra late una raíz obstinada que se niega a soltarse. La fortaleza no se hereda; se excava. Crece allí donde parecía que nada podría crecer.

Me gustaría ser un loto. No por su belleza que se exhibe sin pomposidad, sino por su secreto. Porque su hermosura no ignora de dónde viene: sabe que los pétalos blancos son imposibles sin el barro que los nutrió en silencio. El loto es la prueba de que lo más puro puede brotar de lo más adverso.

El barro, entonces, no es enemigo. Es cuna. Es madre oscura que alimenta en silencio lo que más tarde será luz. Y yo he aprendido, a la fuerza, con heridas y con días de soledad como agua fría, que no hay que temerle al lodo. Allí, donde todo parece imposible, germina la semilla de la resistencia.

Migrar, perder, empezar de nuevo, fracasar, reinventarse: todo eso es barro. Pero el loto enseña que lo adverso no mancha: prepara. Que lo oscuro no apaga: transforma. Que hundirse no siempre es caer, a veces es aferrarse con más fuerza.

Cada loto que florece en aguas turbias trae la misma lección, repetida como un mantra en los pantanos: la belleza no ignora las sombras, las abraza para convertirse en luz. Quizá algún día yo también florezca así, sin miedo, con raíces que no renieguen de lo que vivieron, con pétalos que se atrevan a abrirse aunque la memoria esté manchada de barro.

Porque al final no somos distintos: cada uno de nosotros hunde las raíces en lo que duele, en lo que ensucia, en lo que pesa, y aun así buscamos la claridad.
Yo sé que todavía
no soy loto. Pero siento que estoy en camino: he aprendido a no temerle al lodo, a entender que mis raíces se alimentan de él. Y entonces, mientras escribo esto, miro mis manos y descubro que están húmedas, cubiertas de barro. El olor del pantano sube como un recuerdo, y por un instante dudo si estoy sentado frente al papel o hundido en el agua turbia. Bajo la mirada y me parece que ya no tengo dedos, sino raíces.

Quizá nunca quise florecer como un loto.
Quizá ya lo soy.

Nicolás

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