Caen, al velorio del día, los perros solos.
Solos se posan y hacen guardia en las esquinas,
en las veredas;
algunos se montan y atraviesan las rejas, otros ni se inmutan — su único trabajo es mantenerse limpios y comer a la hora indicada y otros, como yo, caminamos solos.
Caminamos, comemos, dormimos, morimos.
Los perros como yo morimos solos.
Sin fe, sin patria, sin hogar.
Si encontramos algún hueco en el cual ocultarnos durante la noche nos alegramos por un rato y luego nos deprimimos.
Hay mucho perro solo que muere en silencio y luego los descubren,
a los días,
ya sin pelos, sin ojos — cuna de gusanos y hongos iridiscentes.
A veces pienso que esas son sus ánimas,
el color de sus espíritus.
A veces me pregunto cuál será el mío.
Quizás gris ceniza,
tal vez celeste olvido.
Algunos perros solos tienen suerte y son adoptados u alimentados por extraños con lo que sea que estén picoteando — un pedazo de galleta de hojaldre,
una papa frita,
y con eso nos contentamos: movemos la cola, bajamos la cabeza y sacamos la lengua en caso de tener sed.
Es una situación embarazosa, lo sé, pero a veces no nos queda de otra.
A los perros solos como yo se le marcan las costillas; las ojeras violetísimas, los dientes llenos de sarro — los ojos nublados por lágrimas petrificadas.
Si la situación se complica —en caso de heridas graves u infección— lo mejor es resignarse y morir. Morir solo, sin ángeles ni santos. Sin dios todo misericordioso. Sin madre.
Así es como nacen las estrellas terrenales, esas que los humanos llaman «luciérnagas» o «bichitos de luz» porque eso hacen: brillan en la noche e iluminan nuestros cadáveres.
Mas morir no nos asusta.
Nos asusta estar solos,
desamparados en días de tormenta — sin techo, sin comida,
esas cosas que todo organismo necesita para subsistir en este sistema de mierda.
No hay caverna más oscura que la propia. Eso se aprende de la peor manera.
Entre nuestros huesos nacen microbios y bacterias benignas.
Benigno. Que palabra más curiosa.
Benigno es estar solo y no poder remendarlo.
La cultura de la manada no es para todos. Algunos perros, como yo, preferimos deambular solos, revolver la basura y conformarnos con lo que sea que encontremos entre los tachos desbordados de los humanos mugrientos e inconscientes de sus actos.
Y ahí vivimos — entre la soledad y la inconsciencia: esa zona oscura y poco apta para los espíritus sensibles.
Mas algunos pueden vernos caminar por ahí, a media tarde, con dirección a quién sabe dónde, iluminados por los últimos rayos de sol.
A veces nuestro pelaje sucio brilla debajo él y parecemos otra especie.
Algo valuable.
Algo vivo.
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