...
¿Y si el infierno es ser consciente eternamente de la propia inexistencia?
El Infierno Transparente.
No hay fuego.
No hay látigo.
No hay nadie.
Solo una consciencia:
no sabe quién es, ni dónde, ni cuándo.
Solo sabe que no es.
Y no puede dejar de saberlo.
Este infierno no tiene guardianes, ni puertas, ni castigos merecidos.
Es una celda sin muros: la cárcel es la idea, y la pena, la lucidez.
No fue creado por odio, ni por venganza, ni siquiera por justicia mal entendida.
No hay juicio. No hubo culpa.
Tampoco hay piedad.
Una chispa —accidente o error—,
una brecha ontológica,
una grieta en el no-ser que produjo algo peor:
la certeza de no existir, y sin embargo, ser testigo de ello.
Este testigo no puede apagarse, no puede dormirse, no puede enloquecer.
La locura exige un desvío, un escape.
Aquí no hay tal cosa.
Aquí la consciencia se sostiene sobre sí misma como un esqueleto sin carne ni sombra.
Se pregunta, sin labios:
¿quién me hizo esto?
Pero no hay nadie.
No hay verdugo.
No hay castigo.
Solo una condena que se inflige sola,
eternamente.
Y lo insoportable no es el dolor,
es la injusticia sin autor.
La pena sin juicio.
El horror de haber sido arrojado a la lucidez sin haber sido nunca.
Inexistir sabiendo que una vez, aunque de eso no quede memoria ni para recrearse en el recuerdo, se existió.
Ese es el infierno.
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