PERFIDIA
Aquel fue un verano secular. Los cangrejos, empoderados de audacia, lo habían invadido todo. No había recoveco ni entresijo donde no se hallase alguno de ellos. Esquivando a los aburridos crustáceos, Patricio se detuvo frente a la desvencijada cabaña. Luego del golpe de manos la puerta se entornó y una voz tras la hendija le ordenó:
-Diga la palabra.
-Rastafari- respondió Patricio con exultante seguridad.
La puerta se abrió con un chillido de madera cansada. El interior era un modesto y amplio espacio con paredes carcomidas por la humedad de los años, en cuyo centro había un racimo de sillas de madera oscura.
-Me anticiparon de su presencia…usted viene recomendado por Pedro- dijo quien le había franqueado el paso.
El muchacho quiso responder, pero el rumor de voces provenientes de la puerta se lo impidió. Los recién llegados entraron de a uno y ocuparon las sillas. Entonces la vio: joven, morena, de heredado cuerpo perfecto y enfarolados pechos. El ambiente era ahora de una profunda expectación.
Con voz cenicienta pero firme, el anfitrión inició:
-Camaradas, la hora de la liberación nos ha alcanzado…
Sin prestar atención, Patricio auscultó con mirada menesterosa a la hermosa muchacha. Observó su delicado perfil, su mirada de mujer sin dueño, sus labios perfectos.
-…y por eso tenemos que ser absolutamente leales a la causa…
Observó cómo sus senos parecían pugnar por liberarse de su entallado vestido floreado. Apreció su encaracolado y oscuro cabello. En ese momento, la muchacha lo miró y le sonrió con la luminosidad de mil anteriores vidas, y Patricio quedó reducido a un tamborileante corazón latiendo hacia cualquier parte.
-De las cosas que es capaz Dios -, dijo suspirando por lo bajo.
El grupo de desconocidos escuchaba con fruición la arenga. Cada tanto levantaban los pies para permitir la circulación de los cangrejos que, indiferentes a todas las conspiraciones del mundo, parrandeaban felices de aquí para allá.
-No nos merecemos esta garronera vida de eterna opresión…
Mirarla le dolía. Cuando finalizó la arenga, el grupo salió de la cabaña y se desparramó hormigueando hacia todas direcciones. Viendo que la muchacha se alejaba sola, Patricio, despojado de toda resistencia, decidió acompañarla a distancia prudencial. La siguió por entre los oscuros vericuetos del puerto, la vio cruzar el dormido malecón, la vio pasar frente a los enclenques esqueletos de los puestos de pescado de la Harbour Street, hasta que la muchacha, percatada de la cercanía de Patricio, se detuvo y haciéndole señas lo llamó. Él se acercó caminando como niño asustado hasta detenerse frente a ella. Entonces, la muchacha expresó:
-Está visto que compartimos el mismo trayecto.
-El mismo-, respondió Patricio con la tontulez de un pollo mojado.
Continuaron camino sin hablar. Amparados por la cotidiana brisa nocturna, se detuvieron para observar la oscuridad del mar. Sin apartar la vista de la vidriera marina, la muchacha, dijo con contundencia:
-Soy Eloisa.
-Patricio-, dijo él, mirándola como si fuese una reina en su catafalco.
Continuaron caminando hasta vislumbrar el colorido desorden de la villa de los mulatos. Después de convenir para verse la noche siguiente, Eloisa se perdió por los vericuetos del andurrial. Los encuentros se sucedían noche de por medio con la ansiedad propia de los que quieren llegar a buen puerto, hasta que en una oportunidad Eloísa, tomando con suavidad la mano de Patricio, dijo:
-Basta de tanto prólogo.
Se dirigieron hacia la oscuridad de la playa, y se tendieron sobre la arena. Al introducir su mano bajo el vestido, Patricio advirtió la desnudez de la muchacha. Luego de quitarle el vestido no le fue necesario utilizar el tacto, pues la oscura fragancia de animal dispuesto lo fue guiando hacia el centro del placer. Los cuerpos, tenaces, se zangoloteaban al ritmo de los invisibles golpes de las olas. A lo lejos, el lamparazo de la linterna del guardia iluminó por un instante los gemidos y el vapor condensado de sudores entremezclados. Aquel fue el primero de muchos encuentros que, de tan intensos, parecían ser siempre el mismo. A partir de esa noche, al finalizar las reuniones, ambos, con distraída discreción, se dirigían a la playa desolada. Luego Patricio acompañaba a Eloísa hasta la entrada del barrio mulato donde la veía desaparecer entre las borroneadas callejas de tierra.
A esas alturas, Patricio tenía muy en claro que el amor se apellidaba Eloisa. La amaba con absoluta indefensión. Decidió, entonces, salir de su solitario reducto emocional y proponerle una vida juntos, cosa que la muchacha aceptó por amor, y también porque a causa de su última falta tenía la sospecha de que se encontraba en estado de buena esperanza.
Una tarde, antes de la cotidiana reunión, Patricio oyó el teléfono sonar. Al atender, la voz castrense lo sobrecogió:
-Soy el coronel Robustiano Asprilla. Necesito su informe teniente Contreras.
Petrificado, Patricio dudó en responder. Cuando se repuso, con voz de hombre culpable, exclamó:
-Sólo están hablando. Aún no han decidido si van a atacar.
-Pues no hace falta que siga yendo. Esto se termina hoy.
Desorientado y perplejo, Patricio Contreras, teniente de inteligencia militar, salió de su casa y corrió desaforado en dirección al barrio mulato.
Sin saber dónde encontrar a Eloisa, se lanzó hacia los oscuros pasadizos con olor a pared orinada. Preguntó aquí y allá, pero nadie lo quiso ayudar. Entonces se dirigió corriendo hacia la cabaña playera. Renegando de su oficio de impostor, llegó pateando cangrejos y dando tumbos en la arena. De pronto, a lo lejos la vio formada junto a sus compañeros de frustrada asonada. Sus rostros denotaban la cansada resignación de quienes esperan oír los disparos de los fusiles que les apuntaban. A esa hora, el último sol era tan extraño que los girasoles del malecón no sabían hacia donde mirar. En el aire ya había olor a muerto.
-¡¡Esperen, no tiren, no tiren!!- gritaba mientras movía los brazos con desesperación.
Entonces Eloisa lo vio, y con cansada melancolía le sonrió. Y continuó sonriendo hasta que la humareda de los estampidos la envolvió.

Roberto Dario Salica
Roberto Darío Salica Escritor de Córdoba, Argentina. A la fecha, ha publicado cinco libros, uno de cuentos para niños, poemas, relatos de la infancia y de relatos fantásticos.
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