Perdí la costumbre de abrir la ventana.
No entran más los bichos a casa.
La mesa vacía, la vida incolora.
Perdí la costumbre de imaginarme las promesas.
Insostenible se volvió el ruido de tus zapatos,
y por eso me puse taponcitos en los oídos.
Sigo viendo cómo me hablás, mas no logro oír nada.
Tal vez no sea por los artilugios en mis orejas,
será porque en realidad no estás.
Se me prendió fuego el cuadro, ya no grita.
La raíz se secó aunque le estaba echando agua.
En tu mente no había lugar a dudas,
dejaste un laberinto a tu paso.
Perdí la costumbre de perder.
Perdí la costumbre de esperar,
y sin embargo percibo tu sombra que no me deja en paz.
Se ve que perdí también la costumbre de sentir,
y dejame decirte que el vacío,
por muy hueco que sea,
pesa una tonelada más que la pluma que me regalabas.
Pobre de tu gran alma caritativa.
Pobre de mi gran alma inocente.
Pobre de mí, que este último tiempo
tuve que aprender a perder cosas ganadas.
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