Desde que mis labios pronunciaron tu nombre por primera vez —sí, ese nombre que tal vez ni tú mismo imaginas—, se enlazaron a una historia de amor de la cual estoy dispuesto a llevar conmigo eternamente. Porque supe, en ese instante silencioso, que cada palabra dirigida a ti sería la muestra perfecta de lo que era sentirse consumido de una forma inusual, pero adictiva. Entonces, mi corazón vibrante, rebozante y sin dueño, se halló en su lugar seguro… de un momento a otro, sin pedir permiso.
Como fuego, ardiente y sin dejar rastro del caos que dio comienzo en mi interior, así fue. Florecí entre tus brazos —aunque tu abrazo aún no haya encontrado mi cuerpo—. Anhelé, por primera vez, el ser devorado entre tus besos, contemplé el tacto único que me permitiría ser dévoto cual religión. Pertenecer a alguien que, sin saberlo, arrancaría suspiros de mi boca… me volvería débil a esa mirada que atraviesa, que aún no he visto, pero que sé que me hará temblar, y que, incluso sin estar aquí, continúa haciéndolo.
Entonces supe que sí.
Quiero ser el humo que brota de tus labios ante cada calada de cigarro. Quiero ser acobijado entre cada abrazo que me des, arrullado cada noche estrellada, así como en los días lluviosos donde las gotas se adueñan de nuestros sueños. Quiero pertenecerte cada segundo. Sentir tus manos sobre mi piel desnuda. Ahogarme en el calor de tu cuerpo. Desarmarme ante cada caricia hasta ser uno contigo en este vaivén.
Quiero dejar huella de mis dedos, formar una constelación en tu ancha espalda, contar cada uno de tus lunares, y ser el único en contemplar el brillo de tus ojos, los cuales aún no se han fijado en mí, pero que mantienen la viva ilusión y lo que me mantiene presente.
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