"Nuestra raza solo podría llegar a ser feliz si lleváramos a su culminación el amor y cada uno encontrara a su propio amado, retornando a su antigua naturaleza."
Un sentido de familiaridad se posa sobre mí al releer este diálogo erótico de Aristocles, por acompañarme durante el primer ciclo de mi carrera y por ser al principio una tarea que debía completar inevitablemente si buscaba una nota satisfactoria. Un año después me encuentro leyéndolo por decisión propia con el afán de desentrañar a Eros; según algunos, el más antiguo y bello de todos los dioses, según otros, un joven demon, puente de comunicación entre lo divino y lo mortal.
Fedro propone encomiar al tan ignorado dios del amor, Eros, a su grupo de íntimos amigos que lo acompañan. Describo a esta obra como familiar, no solo porque ya la había leído anteriormente, sino porque transporta a quien la lee al salón, ardiente y embriagador en algún rincón de Grecia, donde se deleitan con una cena y alcohol un conjunto de elocuentes hombres. Sentí el calor inundando la sala; vi a Agatón sentado junto a Sócrates, disfrutando del vino mientras urdía su discurso para el goce de los bellos jóvenes sentados a su lado.
No se deja de hablar de la estricta relación entre el amado y el amante. El amante debería estar dispuesto a morir por su amado y viceversa. Tal como Homero cuenta, lo hizo Aquiles por Patroclo, aunque este último ya sin vida. Era una obligación para el héroe honrarle ante Héctor. Un amor verosímil es ese que emana virtud de ambas partes, el que educa y complementa a la otra mitad. Eros es el dios más eficaz que ampara a los hombres en el camino para ser felices; no al vulgo en su totalidad, sin embargo, pues, similar a los lazos de amistad, dice Cicerón, solo puede darse entre dos personas buenas, interesadas en la sabiduría.
"Aman en ellos sus cuerpos más que sus almas, y, finalmente, aman más a los menos inteligentes que puedan encontrar."
Sócrates dice, citando a Diotima, que únicamente se desea aquello de lo que se es falto, y que no es posible amar algo que ya se tiene. No obstante, uno siempre puede desear lo que ya posee, en más cantidad o intensidad; y también amar lo que se posee —salud, abundancia, amistades, amantes—. Mas no niego que el hombre nunca está satisfecho; Dostoyevski acierta al describirlo como desagradecido, pues tendemos a amar y desear lo que —en algunos casos— nos es imposible poseer, desdeñando lo que ya está en nuestras manos, menospreciándolo, rechazándolo y eternamente buscando más.
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