Mi pasado es un terreno baldío que no puedo explotar más. Se secó el limonero que plantó la abuela, y ya no florecen las rosas que adoraba mi madre. El óxido carcomió los fierros de la hamaca chirriante que construyó mi padre. No hay más tesoros escondidos bajo las piedras y olvidé el lugar preciso donde enterraron a Ona. La tierra está tan seca que ni mil días de lluvia podrían curarla.
Siempre vislumbré el pasado como el patio de la infancia, con los mismos tapiales bajos levantados a ojo, sin esos nuevos edificios, guardias implacables que rodean las manzanas. La gran autopista azul del firmamento por donde veía circular a las nubes con sus motores silenciosos, los sonajeros verdes de los árboles y el canto melancólico de “el afilador de cuchillos”, ese pájaro misterioso que nunca logré ver. Nada de eso existe ahora, una presencia siniestra ocupa el lugar que solía ser refugio para mí, y no me animo a enfrentarla. Ya es hora de asumir que el presente es todo lo que tengo, aunque sea inestable e impredecible.
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