No empezó como empiezan las historias que uno presume.
Empezó como empiezan las cosas importantes:
sin aviso,
sin estrategia,
con ese leve temblor que no sabe todavía si es miedo o destino.
Ella apareció un día cualquiera, con el cabello alborotado como si el viento hubiera decidido quedarse a vivir en ella, y con esos ojos que no miran: sostienen. Ojos que no preguntan, que se quedan. Ojos que parecen decir “tranquilo, aquí no pasa nada”, incluso cuando todo está a punto de romperse.
Yo venía cansado de mí mismo. De mis silencios bien entrenados, de mis huidas elegantes, de esa forma tan mía de llegar tarde a lo que importa. Ella venía… no lo sé. Nunca lo supe del todo. Tal vez venía igual, tal vez ya estaba y yo apenas estaba aprendiendo a verla.
Recuerdo su sonrisa.
No una sonrisa completa.
Era un intento de sonrisa, como si todavía no confiara del todo en el gesto. Como si sonreír fuera una decisión seria. Y eso la hacía hermosa de una manera peligrosa: porque invitaba a quedarse.
Y así fue que aquella noche
dos almas se unieron
en aquella esquina,
un beso robado al brillo de la luna,
dejando el inicio de un amor.
No fue un beso perfecto.
Fue torpe, fue tímido, fue real.
De esos besos que no prometen nada, pero lo dicen todo.
Después vinieron las malteadas, las conversaciones que se alargaban sin permiso, las caminatas sin rumbo donde el mundo parecía un decorado secundario. Yo aprendí de memoria la forma en que se acomodaba el cabello cuando estaba nerviosa, la manera exacta en que bajaba la mirada cuando algo le importaba demasiado, el instante preciso antes de reírse cuando estaba a punto de decir algo honesto.
Nos quisimos sin manual.
Eso siempre es hermoso… y siempre es peligroso.
Yo me volví ese idiota que presume haberla perdido antes de admitir que tenía miedo de cuidarla. Ese que prefería el drama a la responsabilidad, la nostalgia anticipada al presente imperfecto. Ella, exacta incluso en la duda, se quedó más tiempo del que debía. Nunca perdió las alas, ni siquiera cuando empezó a entender que amar también cansa.
Hubo un momento —siempre lo hay— en el que creí que alejarnos era una buena idea.
Una decisión madura, pensé.
Un espacio necesario, me dije.
Hoy lo veo claro: fue una cobardía con nombre bonito.
No saber de ella se volvió una costumbre incómoda.
No hablar, pero mirar.
No escribir, pero leer entre líneas.
Ese inmortal “en línea” que nunca se borra del todo, por pánico, por orgullo o por esa esperanza absurda de que algún día recordemos qué nos dejamos sin decir.
Nos vimos después.
Porque siempre nos vemos después.
Y cada reencuentro fue una Patagonia distinta: un territorio lejano, frío, hermoso, imposible de domesticar. Nos reconocíamos en silencio, como dos viejos viajeros que saben que ese paisaje ya no es hogar, pero tampoco deja de serlo.
Yo seguía mirándola como se mira lo que no se ha superado.
Ella seguía sonriendo a medias, como quien no quiere herir, pero tampoco prometer.
Jamás pensé que doliera así.
Como aprender a andar en bici sin ruedas… y sin suelo.
Como saltar al vacío creyendo que el amor iba a hacer de red.
Me pregunté mil veces qué perdimos primero.
Si la fe, si el tiempo, si la valentía.
Si fuimos desde el inicio dos ceros soñando con sumar, o si simplemente no supimos quedarnos cuando era más fácil huir.
Hoy escribo esto desde el presente.
Desde algo que todavía se siente, aunque ya no se tenga del todo.
Desde ese lugar incómodo donde el amor no avanza, pero tampoco se va.
Ella sigue teniendo los ojos más bonitos del mundo.
Y yo sigo teniendo miedo, aunque ahora lo pronuncie mejor.
Tal vez algún día vuelva a verla sin que me tiemblen las manos.
Tal vez pueda preguntarle cómo está sin esperar nada a cambio.
Tal vez el cabello ya no esté tan alborotado —o sí—, hay cosas que se niegan a obedecer al tiempo.
Tal vez yo también sea otro.
Pero sé esto:
si volvemos a coincidir —en una calle cualquiera, en una canción que suene sin pedir permiso, en una fotografía vieja que no recordaba tener— sabré reconocerla. No por el rostro, ni por la voz, ni siquiera por la memoria. La reconoceré por ese silencio exacto que siempre hubo entre nosotros. Ese que nunca fue incómodo. Ese que decía más que cualquier promesa.
No le pediré nada.
No le reclamaré nada.
Hay amores que no se discuten: se aceptan, como se acepta el clima en el sur, impredecible, hermoso, imposible de domesticar.
Patagonia no fue el final.
Tampoco fue el principio.
Fue ese lugar al que uno no vuelve, pero que le cambia para siempre la manera de mirar el mapa.
Y aunque en el fondo sepa que esta historia ya terminó,
hay noches —como esta—
en las que todavía dejo una luz encendida,
por si acaso.
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