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Para qué te voy a saludar.

Oct 2, 2024

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Para qué te voy a saludar.
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Como te digo, no tiene sentido. Para qué te voy a saludar. Para terminar en ese vano callejón con su salida gris e impersonal. En ese hola cómo estás sin siquiera un centímetro de profundidad. Qué nos importa a ambos cómo estamos. Sólo queremos salir del paso gentilmente haciéndonos los buenos. Estamos grandes ya, para qué nos vamos a mentir. 

Era de esos martes donde la posibilidad de encontrarnos estaba al alcance. La esquina del banco, el bar de la vuelta, la parada del colectivo. Yo sabía que la chance estaba ahí, merodeando a toda hora y en todas las direcciones. Pero prefería evitarte. O al menos ese era el acto reflejo que me salía. Porque no. Para qué nos íbamos a encontrar. Para qué íbamos a abrir algo que inevitablemente estaba predestinado a cerrarse. Te admito que había algo en mí, algo que no te puedo describir, que igualmente se mantenía atento, que iba prestando implícitamente atención ante cada paso a ver si te encontraba, a ver si me veías, a ver cómo reaccionabas y a ver si preferías hacerte nomás la que ni me habías visto o despabilarte, salir de donde estabas, y acercarte con tu cálida sonrisa que quedaría impregnada en mi mente durante todo el viaje de regreso y recién se me iría con el correr de las horas. Y ahí nos encontraríamos, y nos preguntaríamos cómo andábamos, qué era de nuestras vidas. Nada con mucha profundidad. Conversaciones vanas, efímeros laberintos que se dinamitarían en cuestión de segundos para volver a ser nada durante un larguísimo tiempo. Por eso me pregunto: para qué, si nada de esto tiene sentido.

Salí caminando por donde siempre. La vereda irradiaba un calor intenso después de haber estado tantas horas padeciendo al sol. Era verano y con tan sólo caminar se sentía. Mientras caminaba recapacité que era martes. El problema, a diferencia de otros días, fue que este ni siquiera me dio margen a pensarlo, a prepararlo mentalmente, porque frené en el semáforo y te vi en el bar, sentada donde siempre, con el reflejo del sol dándote de costado y garantizándome que, a esa imagen tuya, al menos por un tiempo, la tendría guardada en las llagas de mi mente. Siempre que acostumbré a verte fue en movimiento, sobre el pucho, donde tuve que tomar decisiones rápidas. Estoy pasando, te veo, me acerco por acto reflejo. Estoy pasando, hacemos contacto visual, me acerco nuevamente por acto reflejo. Estoy pasando, oigo que alguien me nombra, me doy vuelta, me acerco nuevamente por acto reflejo. Y así, sucesivamente. Pero no. Esta vez fue distinto. Porque ni siquiera tuve margen para establecer la conexión mental y subir la guardia ante la posibilidad de que era probable que hoy nos viésemos. Mis ojos se posaron en tu rostro sin que yo lo decidiera, como yendo por instinto al otro lado de la calle, sin que vos me llegases a ver.

Estabas en una de esas terracitas mencionadas, pero metida bar adentro. Mientras cruzaba la avenida me dije que no, que para qué te iba a saludar. Supuse que evitarte me haría bien, tras tantos intentos malogrados de olvidarte. El proceso de olvidarte era lo más parecido a un eslabonamiento sin fin, donde días sin verte era ir avanzando en eso que solemos llamar olvido. Verte, saludarte e intercambiar palabras, era volver al eslabón cero.

Crucé la avenida casi sin gente a mi lado y en parte entendí que era posible que me vieses, siendo que tenía pocos transeúntes con los cuales camuflarme a mi lado. Me hice el estúpido y endurecí la mirada hacia delante, prometiéndome a mí mismo no mirar a los costados y caminar cual soldado, porque o sino probablemente terminaría viéndote y recordando, una vez más, el paraíso que me perdí el día que me dijiste que no, que no querías nada de aquello que tuviese algo en relación a mí. Que quizá yo me había confundido, que quizá yo había pisado el palito, que quizá yo no había entendido la cosa. Yo. Siempre yo. Siempre yo el que metía la gamba en nuestra relación. Y por eso también verte era en cierto modo un espejo hacia mí mismo. Un espejo mediante el cual me detestaba, un espejo que tácitamente me decía lo mal que hacía las cosas cuando tenían algo que ver con vos. Entonces no. Preferí ser un ridículo mirando a un punto fijo mientras caminaba, antes de que nuestras miradas se volviesen a encontrar.

Seguí caminando y pasé, y mientras seguí mi paso me di cuenta que era la primera vez que había hecho algo así. Nunca te había evitado, nunca había hecho nada por el estilo en mi vida para esquivarte. Y aquella tarde, ¿será posible?, acababa de hacerlo. Caminé las cuadras que me quedaban envuelto en una sensación para nada buena. Amarga. Esconder esconden los que tienen algo para ocultar de sí. Yo no. Yo nunca tuve nada que ocultar de mí, y menos en nuestra relación. Pero vaya uno y míreme a mí, cruzando una avenida, haciéndome olímpicamente el otario para que no me viese alguien a quien no nunca tuve nada que ocultar. Esquivando estatuas inexistentes. Gambeteando incertidumbres que en verdad yo mismo las provoco.

Durante esas dos cuadras, tratando de entender por qué una relación tiene como desenlace que uno se esconda del otro, se me pasaron por la mente cosas que hicimos juntos, las risas ahogadas en la inocencia de lo finito, las conversaciones que me costaron volver a tener nuevamente con alguien tiempo después. Preferí de todas maneras evitarlo, esquivarle también a todo eso. Esquivarle a nuestra historia, a lo que fuimos, a lo que podríamos haber sido. No tiene sentido, supongo, seguir tratando de darle forma a algo que jamás pudo tener.

Torcí en la esquina y tuve ante mis ojos la estación. Doblando esa cuadra la perspectiva del barrio cambia completamente, lo que son edificios de oficinas y departamentos dejan de serlo donde está la estación del tren. Todo cambia en cuestión de segundos. El día queda atrás, las obligaciones también y, sobre todo, vos también. Doblar en esa esquina es entender que ya no te voy a ver más, al menos hasta el día siguiente. Doblar en esa esquina es entender que las posibilidades de nuestros encuentros dejan de encontrarse, porque esa cuadra que yo hago para tomar el tren, vos la hacés todos los días en sentido contrario para tomarte el colectivo.

La estación estaba completamente vacía y supuse que un tren acababa de pasar. Al ver eso, entendí que me esperaban unos quince minutos frente al batallón municipal, que a esas horas se presentaba vacío y silencioso. A lo lejos algún que otro auto, algún que otro colectivo se hacía oír, pero no mucho más que eso. Y era por eso, pensé, que me había parecido raro a lo lejos oír algunas voces y —entre ese rejunte de vocablos que se dispersaban en el aire— mi nombre ser llamado.  Me había parecido raro, también, mientras me nombraban, escuchar pasos dispersos y asimétricos en la lejanía aparentando acercarse en algo que parecía ser una corrida. Me había parecido raro, pero me quité la idea de la mente, entendiendo que pensar tanto en estas cosas me había terminado por atrofiar las neuronas. Me había parecido raro, pero me dejó de parecer. Me dejó de parecer porque de repente sentí cómo alguien me tocaba el hombro y, al ver que me daba vuelta rápidamente casi que asustado, se peinaba como podía los castaños pelos que aún le quedaban al viento producto de semejante corrida, y se aclaraba la voz mientras mis pupilas se dilataban, y me preguntaba por qué. Por qué carajo no había frenado en la esquina del bar a saludarla.


Julio 2023

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