Para que la suerte sepa dónde encontrarme
Aug 30, 2024
Los veranos venían cada vez más intensos, pensaba Berta, quien fue arrastrada como cada tarde por la pesadez del aire a su sillón predilecto. Con los pies levantados sobre una silla de madera antigua y barnizada (por temas de circulación y comodidad),solía llevarse la mano a la sien, apoyar su cabeza en ella, y quedarse un largo rato divagando entre lo que fue y lo que pudo ser. Ya tenía cincuenta y nueve años, y el progreso que quería tener quedó en un pozo al que se asomaba de vez en cuando, pese al vértigo que la caracterizaba. Y huía, despavorida, como quien ve la esquina de una nube negra como la noche abriéndose paso en la ciudad. No sólo su casa necesitaba reparaciones, también quería una nueva televisión, una nueva puerta, una nueva ventana, arreglar las goteras de la casa que crecían cada vez más intensas y desenfrenadas... pero a fin de mes, cuando hurgaba en sus bolsillos y en los bolsillos de cada una de sus prendas por si acaso, sentía solo el áspero tacto de la tela en sus dedos. Las luces de lo que era problema aparecían cada tanto en su pesar: el juego. Casi la mitad de sus ingresos iban a ese pasatiempo que la mantenía viva, expectante, con la esperanza de que algo bueno podía llegar a pasar y dependía de una sola apuesta. La vívida idea de caminar descalza por pisos de cerámica blanca, lustrosos, colgar cuadros impensados de bellos en paredes lisas y sin pintura rajada, le inflaba el pecho con una sensación que podía hacerla olvidar de las piernas hinchadas e invitarla a bailar de la mano.
Como todas las tardecitas, a eso de las siete, y antes de que llegue Roberto de la obra, su marido, se vestía con prendas lo suficientemente decentes, según ella, para salir a la calle, pero no tanto para largos paseos en el centro. Buscaba en su cuarto su monedero, siempre en la cartera colgada detrás de la puerta de madera, tomaba el dinero para la jugada, y se iba. La kiosquera (pues no jugaba en una agencia oficial) la conocía. Jugaba siempre los mismos números, en un intento de que la suerte sepa encontrarla. Algunas veces, como ese sábado, hacía caso a su instinto gestado durante tantos años y apostaba con alguna variación o con más dinero.
Volvía lento, convenientemente por las veredas bañadas con los últimos rayos de sol de un verano que se achicaba. Cuando pisaba su casa, empezaba a preparar la cena. Ese día, que sentía que algo iba a festejar, preparó una asadera grande con papas bañadas en aceite de girasol y orégano con provenzal, y una tira de carne condimentada con ajo. No es que quisiera gastar tanto en una comida que podía permitirse… una, quizás dos veces al mes; sino que la algarabía debía durar hasta la jugada del lunes a la mañana. Su marido llegó cuando el aroma de la carne a medio cocer había invadido el living, y según descubrió él, también la ropa de ella, pues luego de dejar su mochila en el cuarto, la abrazó un largo rato como no acostumbraba hacía varias estaciones. Berta no notó que, en esa secuencia, mientras estaban parados en el medio del tiempo y del espacio, los labios de él atinaron a querer hablar. Pero no lo hicieron. Pronto volvió a sí mismo desde la quietud en la que permanecieron, tan similar a la flor de su amorío joven.
La cena estuvo maravillosa. Las comidas destacables suelen darse en su hogar cuando vienen sus hijos algún domingo del mes, o algún domingo del semestre, en ciertos casos. Berta, con ánimo festivo, levantó los platos. Cuando se topó con casi la misma cantidad de comida que había servido en primer lugar en el plato de su marido, se cuestionó si la cena en verdad había estado deliciosa o si ella estaba contenta por demás. Pero sin animo de rezongar, tomó asiento en la mesa, pues el sorteo iba a empezar: el reloj de pared ya daba las 21:30. Un escalofrío le recorría el cuerpo y la incipiente emoción se hacía carne en ella. Había apostado lo equivalente a tres semanas de juego. ¿Qué podía perder, si no tenía ni la mitad de lo que deseaba? Si ganaba, ganaba lo suficiente para remodelar su casa y comprarle un regalo a cada uno de sus nueve nietos. ¡Y aún sobraba!
Roberto estaba al lado suyo, sirviéndose un vaso de gaseosa dulce para levantar el espíritu caído con el que había regresado del trabajo. Entre sorbo y sorbo, la observaba. Un haz de luz parecía dibujarle una media sonrisa, tapada por algunos rulos negros bien formados, que no combinaba con los ojos tristes con los que analizaba su palidez.
—Ponete bien— le dijo, asintiendo con la cabeza y con las cejas levantadas— que hoy sale el 32 y le jugue un poco más... —
Tardaba el primer lugar de la grilla en ser ocupado; el lugar del número ganador, o el número salvador, como ella decía. Berta se percató de que Roberto le había tomado la mano con fuerza. No niega que pensó en ellos dos juntos, de vacaciones, cenando en lugares finos y tan exclusivos que su imaginación no podía unir las piezas de lo que era un cuadro perfecto. Cuando volvió de ese breve lapsus, ahí estaba: el 32 en todo su esplendor, ocupando el lugar ganador y la puerta a su vida deseada. Y como una tonelada aplastándole las costillas, Roberto atinó, esta vez en serio, a decirle la verdad turbulenta con la que cargaba en el pecho desde la tarde anterior. Aquella verdad que habla de la carta de despido que recibió y del aviso del embargo a la casa en la que construyeron su vida y él amaba con locura.
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