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Amar a España.
Franco, franquistas y herederos (PP y VOX como máximos exponentes), llevan más de ochenta años haciendo alarde de ese idilio patriótico que, en pura realidad, se ha sustanciado en vivir robando lo de todos para su provecho particular. Ni más ni menos.
El amor a la patria es una cosa difícil de definir pues, según los inventores de tal cosa es un sentimiento por encima de casi cualquier otro, en equiparación al amor a Dios, siendo que ambos se parecen en que quienes más presumen de tales devociones, más poder ostentan y menos obligaciones tienen para con una y otro.
Digamos, para contextualizar, que el máximo exponente del patriorismo hispano, nació en Roma y pasó lo más de su infancia en Suiza, veraneaba en Estoril, se casó con una griega, juró lealtad a Franco y su legado, ha robado a manos llenas y vive en... muy lejos de España.
El patriotismo pues, según lo observado, se lleva muy dentro del alma y se muestra diciendo pero no haciendo (salvo el paripé variopinto con la bandera).
Hay de esto del amor patrio en todas partes del mundo, pues que el Poder sabe manejar estas cuestiones para tener adeptos incondicionales. También para eso sirven las competiciones deportivas internacionales. (Lo primero en unas olimpiadas es un desfile de banderas).
Los patriotas del mundo se diferencian muy poco. Cada cual su bandera, su himno, su idioma, (suele llevar el añadido de una religión aunque eso puede fluir en diversos sentidos). Pero por lo demás, de lo que se trata, básicamente, es de que unos vivan de la patria y otros la mantengan viva.
Corolario sobre el patriotismo: Si hay guerra mueren los pobres (y medran los ricos). Si hay paz, medran los ricos y trabajan los pobres.
Y, aparte de lo ridículo que veo que mis paisanos luzcan banderitas como si fueran ayuntamientos, cuarteles, ministerios o coches oficiales, no tengo mucho más que añadir sobre esa sandez, salvo acudir al viejo cuentecillo, quizás de Calleja:
Leía un chaval un papel viejo en el que se hablaba de un eclipse de sol. El muchacho, que tenía a su padre al lado, al no entender aquel término extraño, preguntó a su progenitor:
-Padre ¿qué es un eclipse?
El padre, que tampoco debía saber nada sobre aquello, pero como hombre experimentado en los intríngulis de la vida, le respondió:
-Pues qué va a ser; un sacaineros y un engañamuchachos.
Pues eso.
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Tauromaquia.
Todos conocemos e incluso tenemos que convivir con personas aficionadas a eso de ver acosar, torturar y matar a un animal. ¿Cuantos de ellos cogen un libro?
Por mi experiencia cercana, un bajísimo porcentaje.
Es curioso, pues, que una de sus coartadas para la defensa de eso sea que es un bien cultural.
Otro tema que esgrimen es el de la vida regalada de los toros en las dehesas. Al margen de unas cuantas malas faenas que los animales sufren desde que nacen: se les marca a clavo y a fuego, se les prueba con violentos procedimientos, se les aparta de sus padres, se les selecciona según criterios, hay muchas ganaderías y no todos los animales gozan de paraísos sin igual, pero es que además los taurinos olvidan a propósito la depravación de eso que se llaman becerradas, con la masacre de animales muy jovenes. Niños si los comparamos con humanos.
Luego está la defensa del espacio natural, esas magníficas dehesas que merecen todo el cuidado y respeto. Según los aficionados, sin las corridas de toros, esos espacios se perderían. Y si fuera así, dice eso poco bueno de como somos.
Lo de la tradición, la esencia de España y otras cuestiones de simbolismo y fundamento patrio no merecen mayor comentario, así como la ridícula afirmación de que el toro no sufre dolor y, además, ha nacido para eso.
Y luego, como colofón, está el tema de las trampas que se hacen en este supuesto lance de honor.
¿Cómo se trata al toro desde la ganadería hasta el ruedo?
El de luces siempre lleva ventaja.
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Y una especie de cuento.
Amor de madre.
A aquel niño lo cuidaron y lo mimaron desde su primer instante. Todo lo tuvo: comida, juegos, placeres, ninguna obligación. Así hasta que cumplió los veinte años.
Ese día lo llevaron a un recinto con piso de arena, con gradas llenas de gentes vociferantes. Vestido con un traje extraño, en sus manos pusieron una muleta y un estoque.
Por otra puerta apareció un hermoso ser. Grande, con afilados cuernos.
Ni uno ni otro animal sabían qué era todo aquello.
¡Torea! Le gritaban al hombre.
¡Torea!
Esto sucedió porque algunos quisieron igualar la pelea.
¿Cuántas madres darían a sus hijos para ese fin tras veinte años de una vida buena?
Las vacas no paren toros de lidia. Paren hijos.
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