Un clásico de todos los cumpleaños u otro día importante eran los partidos de padres contra hijos. Cuando éramos pequeños, nuestro mayor anhelo era ganarle a nuestros padres como si fuera una batalla entre David y Goliat. Ellos con todo su oficio, miles de picaditos jugados y físico contra nosotros que éramos enanos al lado de ellos y nos creíamos unas estrellas.
Practicábamos toda la mañana y tarde solo para ganar ese partido. Tiros al arco, pases, amagues, etc. Mientras tanto, ellos tomaban, dormían la siesta en la hamaca paraguaya, la piscina o en alguna cama o reposera o charlaban o comían. Nosotros sentíamos que nos jugábamos la final del mundial y ellos se lo tomaban como un partido más.
Antes de la merienda o pasadas las 16, empezábamos a insistirles para jugar el partido. Armábamos los arcos con dos palos en cada lado del terreno que clavábamos y arrancaba el picadito. Ellos con su físico nos hacían sentir el rigor metiéndonos cuerpo o tirándonos contra la ligustrina. Y no les importaba nuestra edad, si tenían que meternos con la pelota dentro del arco, lo hacían. Sus disparos eran bombas teledirigidas que no veíamos pasar y que teníamos que ir a buscar a la piscina o detrás de ella.
A pesar de algún que otro gol que no le otorgábamos por nuestra altura o porque se había ido al lateral o afuera, el resultado siempre era el mismo: victoria a favor de ellos. Los padres terminaban en la pileta refrescándose y nosotros terminábamos furiosos y nos intercambiamos insultos y críticas. Y así era todos los veranos hasta que…
El paso del tiempo empezó a hacer de las suyas. Ya de adolescentes, empezamos a ganar algún que otro partido. Todos practicábamos algún deporte y nuestros cuerpos habían cambiado. Y al contrario, el físico de ellos les empezó a poner límites. Algunos no corrían como antes y se cansaban más rápido y había algunos que ya empezaban a dejar de jugar al fútbol por alguna que otra lesión. Y a medida que pasaban los años…
La diferencia física se empezaba a hacer más evidente. Los hijos más ágiles, mejor entrenados y más altos y los padres que cada vez tenían menos resistencia y velocidad. Además de que habíamos mejorado en cuanto al nivel y la destreza.
Y llegó el día en que esos partidos se dejaron de jugar. Los hijos habían superado a los padres. Habían logrado su objetivo después de varios veranos. Después de insistir tanto, lograron superarlos.
Sin embargo, esos partidos no murieron. Se mantuvieron vivos como las palabras que quedan inmortalizadas en un papel. Empezamos a mezclarnos y los partidos se volvieron más parejos. No era lo mismo, pero no queríamos perder esa costumbre. Queríamos que no se pierda. Que nunca se termine, pero…
El paso del tiempo es inevitable. No hay forma de vencerlo. Esos partidos iban a llegar a su fin tarde o temprano. Ya no habría más pies colorados de pegarle descalzos a la pelota o con algún que otro pinche clavado. Ya no nos tirariamos a la piscina a refrescarnos cuando el Sol nos empujaba a hacerlo. Ya no tiraríamos más pelotas a la casa del vecino por algún despeje a la atmósfera. Ya no habría más berrinches ni sonrisas. Eso ya había quedado en nuestros recuerdos.
Recomendados
Hacete socio de quaderno
Apoyá este proyecto independiente y accedé a beneficios exclusivos.
Empieza a escribir hoy en quaderno
Valoramos la calidad, la autenticidad y la diversidad de voces.
Comentarios
No hay comentarios todavía, sé el primero!
Debes iniciar sesión para comentar
Iniciar sesión