Mi primer encuentro fue en la pandemia. Un día la vi jugando a mi mamá. A ella le gustaba ir ocasionalmente al casino. Parecía una persona con, realmente, mucha suerte.
Cuando la cuarentena se flexibilizó un poco fui a verla. Una noche, la vi concentrada en el celular, me senté al lado y le pregunté cómo funcionaba. Estaba apostando por 2.5 pesos en un slot de leones. Me llamó la atención, pero no me animé a preguntarle cómo conseguía las fichas porque siempre había dicho sobre mí mismo: si un día me drogo, no voy a saber parar. Arriesgarme podía salir mal.
El tiempo pasaba y ella me compartía sus premios. Con 500 o 1.000 iniciales, ganaba 10.000, 15.000 y hasta 25.000. En ese momento, pensé que tal vez valía la pena al menos intentarlo.
Hasta el año pasado jugaba muy ocasionalmente y siempre acompañado. Mi esposa y yo teníamos algunos sábados el plan de timbear juntos desde el mismo celular. Montos chicos, que no afectaran en absoluto a la economía del hogar y que ocasionalmente se recuperaban.
Pero algo cambió. Una persona apareció en mi vida y yo no pude regular mis emociones. Entre haber conseguido el trabajo de mis sueños (literalmente) y haber encontrado al progenitor que siempre había esperado... mi química cerebral se desorientó.
Empecé apostando poco en días de la semana. Inicialmente, solo por la mañana. Montos menores a 10.000. Algunas veces gané más de lo que esperaba. Aquellas apuestas iniciales de 10 pesos, fueron pasando a 50, 100, 150, 200 y 250 en muy poco tiempo. Antes me retiraba al llegar a duplicar la apuesta, pero dejó de ser suficiente. Cada vez necesitaba más.
Pasé a jugar varias veces al día, a sacar plata de aplicaciones para no tocar mi sueldo y ser evidente (en ese momento, no me detenía a pensar que eso iba a tener que pagarlo en algún momento). A usar la tarjeta de crédito.
Pasé a apostar por 500 o 750 pesos. Hasta que un día, en un frenesí, aposté por 1000 cada tiro y gané 5 millones de pesos. El corazón se me detuvo. Por un momento pensé: listo, pagá deudas, comprale cosas lindas a la gente que querés y no juegues más.
Pero no. Yo, el que de joven había sido el más calculador y control freak, el que le había demostrado a su propio cuerpo que podía llevarlo a donde quisiera... había perdido todo atisbo de control.
Si pude ganar 5 millones, puedo ganar más.
¿Pero para qué quería más?
En menos de un mes, me gasté más de 1 millón de ese premio. En la desesperación de ver cómo el número de la cuenta bajaba, aposté cada vez más para recuperarlo.
La persona que tanto había esperado tenía un trato extraño, que no sabía decodificar. Por momentos, parecía no respetarme y yo, en lugar de preguntarle qué era un chiste y qué no, me descontrolé. Me autoboicoteé. Fallé como marido y como padre privando de mejoras a mi familia. Me descuidé en todo sentido. Dormía mal porque jugaba cuando me acostaba y cuando me despertaba en la patética búsqueda de recuperar el botín.
Estaba permanentemente ansioso y enojado tratando de no mirarme al espejo. No solo porque estaba muy ocupado mirando la pantalla del celular, sino porque sabía que mi reflejo me iba a decir: sos un mentiroso de mierda.
Hasta que me vi atrapado y tuve miedo. Tuve pánico porque esto no era como mi vínculo con la comida, a quien había logrado domesticar yo mismo a los golpes. Esto era un demonio completamente diferente. Uno hambriento que me hacía sentir poderoso cuando en menos de cinco minutos veía 6 cifras y me lo depositaban en la cuenta, pero uno manipulador que no podía quedarse quieto y al día siguiente me pedía más y más para hacerme sentir un imbécil cuando lo perdía.
Tuve pánico porque por primera vez en mi vida no veía una salida en la que no necesitara pedir abiertamente ayuda.
Me aterró darme cuenta que era incapaz de parar porque aunque había borrado todos los contactos de casinos ilegales, me había burlado de mí mismo yendo a registrarme en plataformas oficiales.
Me había perdido en un túnel en el que yo mismo me había invitado y había apagado todas las luces.
Ya no era yo.
Y me daba miedo pensar en que podía perder a las personas que tenía cerca. Porque si me había decepcionado tanto de mí mismo, ¿cómo mi entorno no lo iba a hacer?
Había aborrecido toda mi vida al adicto con el que había crecido. Había pensado siempre que el drogadicto estaba de esa manera por su propia voluntad. Había defendido la meritocracia como la verdad absoluta. Y ahora el adicto era yo.
Me enojaba el autodiagnóstico, pero no me quedaba otra opción más que reconocerlo.
Ya pasaron algunos meses desde el día que mi esposa llegó y le dije: tengo un problema. No lloré desde ese entonces, pero cada tanto me gustaría.
Pienso recurrentemente en este tema. Por suerte, la abstinencia no fue jodida. Pero la culpa sí. Todavía vive conmigo, todavía la siento cuando reconozco que tengo que dejar ir dinero para borrar el rastro que dejé. A veces, se me pasa cuando finalizo un préstamo. Me irrita no tener cierta plata aunque ya no esté apostando, pero me da culpa saber que es una consecuencia de haberlo hecho.
Sí, baby steps. Sé que falta menos para empezar de cero y tener el fruto de mi trabajo limpio todos los meses. Renacer cada tanto se me da bien.
Por favor, NO juegues. No importa que hoy digas que lo ves como un ocio. Eventualmente, puede dejar de serlo.
Ni dos pesos, ni mil, ni diez mil. Mantenete tan lejos como puedas. Usá esa plata, mucha o poca, en algo que te guste.
Apostar no es un juego. Y vas a poner en riesgo mucho más que tu plata. Tu salud mental vale mucho más que todos los max wins del mundo.
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