Todos los días despierto con el inocente deseo de que hoy sea diferente, de que algo extraño pase en mi vida para constatar que realmente soy un alguien y no un mero elemento de un engranaje monótono. Camino por las calles mirando cada acera a que mis ojos alcancen para esperar que, en una de esas miradas, encuentre a quien espero encontrar; aunque no sepa quién es esa persona. Miro todos los rostros esperando una sonrisa, esperando un milagro.
Todas las noches me acuesto con la decepción a mi lado, viéndome cara a cara, postrada en mi almohada, feliz de haberme acompañado todo el día pues fue uno como cualquier otro. Otro día más que vivir, otro día más que desperdiciar, otro día más que olvidar. Pero siguen aferrados a mi mente. La acumulación transforma las semanas, los meses, en masas desenfrenadas que se impulsan por el tiempo trascurrido desde el amanecer hasta el anochecer y terminan chocando irremediablemente contra mi aparente tranquilidad. Llego a mi apartamento y me llevo la misma sorpresa de todos los días: nada, absolutamente nada; nadie, absolutamente nadie. Es decir: normal, absolutamente normal.
Lo normal se ha convertido en mi desdicha porque la vida me ha normalizado la indiferencia.
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