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Otoño de siesta

Jun 8, 2025

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Otoño de siesta
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El otoño se radica en este hemisferio. La mitad del año ha sucedido mancomunada con la serenidad del tedio. Por momentos, el día se ilumina con la tibieza de un sol que acaricia los tejidos; sin embargo, un conjunto de nubes —que imitan a un rebaño extraviado— se encarga de cubrirlo. En unos segundos, todo se transforma: el clima, la temperatura, el optimismo, nuestra dicha y la disposición del ánimo en el aire se condensa como neblina de madrugada.

Salir a caminar para encontrarse con uno mismo suena a frase hecha, a sobrecito de azúcar, pero no deja de ser cierta. Recorrer las calles desiertas de la siesta de un sábado pueblerino es similar a vagar por los escondites del silencio: todos están y no están al mismo tiempo, como en un relato sereno de cuento corto. El mundo sigue siempre sin nosotros. Los demás —ese decorado necesario de nuestra historia— no se detienen con nuestros pasos.

“Me gustaría ser tan invisible y tan necesaria”, escribía Margaret Atwood, quizá en su afán de asimilar la confusión, de dejar constancia de que todos convergemos entre el deseo de existir a la vista del resto y la necesidad de refugiarnos, esquivando todas las miradas.

Observar al mundo a través de la ventana sobreprotectora suena irresistible muchas veces: limitarse a la mínima interacción, absorber todos los libros escritos, escuchar cada canción emergente, desordenar la cocina para revolver unos huevos y tostar pan, preparar el mate con el agua casi hirviendo, volver a asomarse a la ventana y sentirse tan solitario como un niño detrás de la vidriera de una juguetería.

Prestar atención no alcanza: vivir es mucho más que vigilar a los otros.

Como lo plasmó Joan Margarit en su poema Vida y poesía:

“Todo, quizá, sucede afuera. / Quizás el interior es un desangelado / cuarto de máquinas. (…) Quizá dentro no hay más / que algunas luces rojas, / rumor de maquinaria. Los poemas.”

Edgar Alem Meza

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