Camino sola por los pasillos de una ciudad inmensa. Las luces parecen estrellas cansadas, y el viento arrastra nombres que ya no me pertenecen. Me pierdo entre recuerdos que no mueren, porque, de algún modo cruel, yo misma los alimento.
Siempre termino soñando cuando no quiero mirar la realidad. Soñar es mi refugio y mi condena, mi forma de huir de lo que no sé cambiar. Si tan solo hubiera hecho algo distinto… si tan solo hubiera sabido amar de otra manera. ¿Habría cambiado algo? O tal vez el destino siempre me habría traído aquí, a esta soledad que me espera como una vieja amiga.
Llevo en el pecho un dolor de decepción que no cesa, una herida que no sangra, pero arde cada día. Ya no sé cómo soltarla; quizás ya es parte de mí, como el aire que respiro o el humo que exhalo.
Miro alrededor y sólo encuentro oscuridad. Eterna, callada, hermosa en su crueldad. Mi cigarro y yo… pero pronto ni él quedará, sólo la oscuridad y yo, abrazándonos sin remedio.
A veces me pregunto por qué siempre termino sola, por qué todos se van como si la vida los llamara lejos de mí. ¿Será un castigo divino?, ¿Una lección que debo aprender hasta que me duela entenderla?.
Mi cigarro se consume entre mis dedos, y con él, la poca luz que aún me queda. La oscuridad me rodea, silenciosa y fiel, y me dice lo que siempre supe: que al final, la única que se queda soy yo... y la sombra que habita en mi.
La noche cae, Pesada y sin límites. Las calles vacías devoran mis pasos, y yo camino, sin nadie que me espere, sin nadie que rompa la calma que me ahoga, hasta fundirme en la oscuridad... donde ya no hay ciudad, ni luces, nisiquiera esperanza.
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