Te amé con la boca cerrada,
como se reza en los templos en ruinas.
Con las rodillas hundidas en la tierra húmeda,
ofrendándote mi vergüenza,
mi pulso de criatura sin redención.
Eras ella —Perséfone—
flor arrancada del vientre del mundo,
diosa y cautiva,
madre del hambre y la espera.
Yo era el altar sin nombre,
Un cristo tardío de un culto extinto.
No tenía fe, pero te ofrecí mi sangre
como se ofrece lo único que aún arde.
En tu cuerpo, la cruz y la serpiente,
las campanas del mediodía repicaban
cada vez que pronunciabas mi nombre.
No sabías salvarme,
pero sabías destruirme con belleza.
Amarte fue entrar en una iglesia abandonada
y encender una vela con el corazón en llamas.
Me enseñaste que el amor no salva,
pero consagra.
Que no todo dolor es castigo,
que hay sacrificios
que no redimen
pero santifican.
Nos vimos una y otra vez en las grietas del mundo,
como santos sin devotos,
como llagas que se curan con el mismo dedo
que las abrió.
Nos amamos con miedo,
como si Dios mirara desde una rendija.
Nos amamos con furia,
como si el infierno tuviera celos.
Y aún así,
a pesar de lo roto,
a pesar de lo magullado,
yo volvería a ti como la ceniza al incienso,
como el rezo al mártir,
como el sacrificio al cuchillo.
No eras redención, eras ritual.
No eras refugio, eras fuego.
Pero eras mía.
Y yo,
yo sigo
rezándote.

Giovanni Battista Manassero
Escribo para encontrar lo extraordinario en lo cotidiano, entre el absurdo, la nostalgia y el mate bien amargo.
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