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Olvido propio

Sep 3, 2024

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Olvido propio
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Me recuerdo

Estando rodeado por la oscuridad y abrazado por un extraño hielo otoñal. Me aferré entonces a la cordura remanente, como quien lucha contra una corriente que te arrastra sin piedad.

Recuerdo a este cuerpo moverse sin motivo aparente, había salido de casa, dejándola atrás como un refugio que ya no ofrecía consuelo. La calle vacía estaba bañada en luces difusas. Caminaba sin rumbo, sintiendo el peso de cada gota que caía sobre mí, como si la ciudad misma llorara mi desdicha.
Lloraba ella por mi, yo ya habia perdido el don de sentirme azul.

Ángeles y demonios propios habían muerto hace tiempo; ahora todo iba más allá del bien y el mal. Contemplaba la sociedad por los vidrios tornasolados de los escaparates, donde todo parecía ajeno en su magnificencia. La interacción más tenue entre mi ser y el entorno se manifestaba en la psique como el suceso más inextricable jamás ocurrido, dotado de una importancia trascendental, pero fugaz.

La luz fulminante aledaña, manchada con la llovizna de otoño, sentenciaba al cuerpo a un frío que entonces me parecía cálido. El suave tacto de las gotas sobre el abrigo perpetuaba un patrón hipnótico que capturaba todo mi interés. Como en un trance, la significancia del mundo entero se concentraba en mis sentidos siendo fulminados por este retumbar distorsionado por mis oídos cansados. Recuerdos fugaces de personas desconocidas pasaban por la retina. Cerraba los ojos y me perdía.

Entonaba entonces un poema que me parecía conocido, uno que extrañamente sabía de memoria. Estaba seguro de que, en un espacio-tiempo distinto, esas palabras habrían cambiado el sendero del mundo irremediablemente. Pero la realidad me mantenía vivo y cautivo; las palabras que en otro momento lo habrían significado todo ahora eran sonidos intrascendentes, dispersos en un éter irreconocible e inevitable. Todo cuanto era se desvanecía lentamente, y los intentos por sobrevivir al olvido de mí mismo eran cada vez más débiles.

Las palabras que pronuncié entonces retumbaron en todo mi ser. Sentí cómo el pasado, presente y futuro se arremolinaban en un solo punto, a unos pasos de mí. Ahí, en ese punto, se contenía la vida misma: el fulgor de una existencia feliz, la eterna resurrección de un alma en pena, la verdad de todos los humanos reunida en un solo instante.

Aquello representaba la luz, la justicia y el eterno olvido.

Me vi tentado a levantarme y concluir con este ciclo de vida, la unicidad, el yo eterno. La mente, creyendo conocer el camino a seguir, se inmovilizó por completo.

De inmediato, me levanté. Miré al cielo y sentí cómo las más pesadas lágrimas que había derramado se mezclaban con la tormenta. Todo mi silencio se concentró en mi voz; me quedé parado tanto tiempo en un solo punto que el cansado cuerpo tardó en discernir si ya todo había acabado.

Abandonar todo intento de enmendar mi vida solo requería unos pasos, y todo acabaría. Pero era imposible moverse; en el fondo, sabía lo que significaría.

Cuando conocí a aquel ser provisto de lo eterno, muchas tentaciones se me concedieron. Una a una, terminaron siendo un castigo insoportable que llegué a odiar. La gula, la soberbia, la ira y la lujuria se apoderaron de lo que antes era un simple ser humano. Ahora, convertido en algo intermedio entre ser y concepto. Siendo capaz de obtenerlo todo, terminé por no desear nada.

Satisfecho hasta la saciedad, aborrecí la comida más sugestiva. Habiendo conocido todo amor, opté por la soledad. Y en esa soledad encontré paz, pero también locura.

Con el don de ser todo cuanto deseaba, también vino el castigo de no concebir el mérito y lo finito de lo que acontecía.

Entonces, en un momento me pregunté: ¿Qué es la felicidad sin el concepto de finitud? ¿Qué es la felicidad sin la sensación de que es escasa?

Aun cuando casi todo me resultaba odioso, no podía odiar la existencia en la que vivía. Todo cuanto sucedía en el mundo ajeno a mi poder me parecía maravilloso y a la vez sorprendente. Pues no me fue concedido el don de vidente. Siendo un mero espectador de la realidad, encontré un motivo para existir.

Y así, aferrado a lo único que quedaba, viví satisfecho por tanto tiempo que no tiene sentido el numero en si mismo. Hasta que, eventualmente, los sucesos que alguna vez parecian emocionantes se volvieron hasta predecibles.

Los ciclos del mundo seguían ocurriendo de la misma forma; solo cambiaban las máscaras y los escenarios.

Las disputas de poder, las revoluciones nacionales, la guerra interminable, la mentira y la sumisión de los pueblos al poder de turno hasta la siguiente revolución que terminaba en sangre y una débil sensación de paz y gloria.

Pensé en intervenir para cambiar el curso de la historia, pero recordé que un punto cardinal de mi eternidad consistía en dejar a la humanidad a su suerte. Tal vez quien me concedió este don poseía también el don de la sabiduría, pues si un ente extraño, capaz de cambiarlo todo, apareciera en el mundo, no tardaría el mundo entero en ponerse a mis pies por un tiempo, hasta que inevitablemente intentaran robar lo que era por derecho divino era exclusivamente mio. Querrian ser yo.

La historia continuó en su incierto flujo, pero yo permanecí sentado en el mismo lugar donde me transformé, donde cambié para siempre.

Volviendo al punto culminante de mi existencia, el dilema se presentó más claro que nunca.

Redimir la consciencia olvidando quién fui, perecer y renacer en algo incierto, o perseverar en la unicidad que construí a lo largo de la vida.

Sabía bien las consecuencias de ambas acciones, pero entenderán que, si acepté el don de la inmortalidad de un desconocido, mi egoísmo jamás me dejaría "morir" a manos de mi propio olvido.

Así, elegí el eterno ser de sufrimiento y vanidad antes que el consuelo que encontraría en el olvido propio.

Matias Carabajal Goya

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