Nací un día de invierno, pero quizás mucho antes, ya habitaba la memoria del deseo.
Tal vez, desde el instante en que fui sólo latido, supe del esfuerzo silencioso de mi madre por abrazarme. Y por eso, al llegar, no lloré por miedo al mundo,
sino por no querer separarme de ella.
Ella, con apenas veintidós años, guardó sus sueños como quien deja cartas sin abrir,
y me eligió. Sin saber del todo cómo, me abrió la puerta al mundo de las palabras.
Con pasos torpes, con manos llenas de intención, me enseñó el abecedario como quien riega una semilla. Y luego, como si nombrar fuera un conjuro, comenzamos a leer el mundo:
“mamá, papá, gato” y los carteles que vestían las calles de mi barrio
se transformaron en mi primera biblioteca.
Recuerdo que “Pinocho” fue mi primer libro, comprado en un colectivo, de manos de un vendedor que ofrecía cuentos para colorear. No importaba el lugar, ni el formato, porque para mí, cada historia era una puerta abierta.
Comencé a leer con apenas cuatro años, casi cinco, y para mí, fue más que un juego:
fue el descubrimiento de un refugio, una forma de habitar el tiempo.
No sólo los cuentos me llamaban, también las revistas, los envases, los carteles.
Todo lo que llevara palabras tenía en mí una lectura hambrienta.
Si hoy me preguntan qué es la lectura, diría que es una eternidad íntima, un espacio propio que vive dentro de cada uno. No ha sido una costumbre, sino una obsesión que creció conmigo, como una enredadera que no pide permiso pero embellece la casa.
Leí novelas románticas y libros de psicoanálisis, mitos, cuentos, relatos cortos, y también a los clásicos, aquellos que parecían escritos no para entretener, sino para despertar algo dormido en mí.
Y aún así, frente al espejo de esas letras, me sigo preguntando: ¿Quién soy? ¿Qué soy?
Disociativa, me busco entre líneas.
Esas preguntas encontraron eco en el existencialismo, que reina en mi lista de lecturas:
Los árboles mueren de pie, Noches blancas, Crimen y castigo, Metamorfosis, El lobo estepario, Demian, Siddharta, El mito de Sísifo, indigno de ser humano. Libros que no sólo leí, sino que me leyeron.
Pero no me quedé en un solo rincón del mundo: mi curiosidad también cruzó hacia Oriente,
donde la medicina, la herbolaria y las formas de vivir eran otras. La mitología griega, con su caos divino, me atrapó con La Odisea y La Ilíada. Y también el teatro: Hamlet me enseñó a dudar, El banquete de Platón, a amar el pensamiento, y El retrato de Dorian Gray, a temer el deseo.
Y entonces lo entendí: quizá mi obsesión no era la lectura, sino el conocimiento.
Leer y escribir, para mí, es un privilegio sagrado, porque vengo de una línea donde eso no era obvio. Mi abuela, madre de mi madre, sólo cursó el primer grado.
Y sin embargo, en su aparente ignorancia, me regaló el lujo de una infancia donde leer
fue la mayor preocupación.
Mi madre, que dejó atrás su sueño de ser maestra, me dio el suyo sin darse cuenta.
Hoy, mientras estudio para ser docente, sé que ese sueño, el que ella no pudo habitar,
ahora florece en mí. Y eso también es herencia. Una que se escribe con letras, pero se transmite con amor.
Y así, como el mar que nunca deja de moverse, yo también sigo creciendo, ola tras ola, libro tras libro, llevando en mi nombre el eco de todas esas historias que me enseñaron a ser.

Dragón de loto
Fragmentos de los pensamientos de este ser mítico que combina la fuerza del dragón con la pureza y espiritualidad del loto.
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