OJOS DE LUCIFER
Dedicado a quienes libran cada día una batalla silenciosa en su mente,y por aquellos que, cansados de luchar, se convirtieron en estrellas en la noche.
I. EL DEPARTAMENTO
Gaspar decía que los ojos nunca mienten.
El reloj marcaba las tres de la madrugada, y el departamento era un caos contenido. Restos de botellas y vasos vacíos se acumulaban en las superficies; los cuerpos se movían lentamente bajo la luz roja que teñía todo como una escena fuera del tiempo. Gaspar tenía la costumbre de encender cada noche su lámpara con un filtro rojo, apagando las luces principales. Decía que le ayudaba a pensar, pero en realidad, lo protegía de enfrentarse a sí mismo.
Siempre pensé que yo estaba hecho para la noche. Sentía que la luz del día me hería, me dejaba expuesto, y mis pensamientos empezaban a desgarrarme. Pero en la oscuridad… era otra cosa. Me transformaba. En esas noches largas, donde el mundo parecía suspendido, sentía que por fin podía existir de verdad.
Los pensamientos de la noche son balas. Y yo los esquivaba como podía. Con mezcal, con música, con humo. Como un idiota que cree poder correr más rápido que su propia mente.
Allí, bajo el resplandor rojizo de la lámpara, me volvía otra cosa.
Un ser de mirada rojiza, reflejo exacto de todo mi puto caos.
Siempre sentí una atracción enfermiza por la inteligencia y el sufrimiento. Más que el amor o la alegría, me seducían las mentes rotas, las miradas que pesaban, los secretos que dolían más que cualquier verdad dicha en voz alta. Me metía en esas profundidades como si no pudiera evitarlo, aunque eso me acercara al infierno.
Y muchas veces lo hacía.
"Aprende dónde está esa línea y nunca la cruces", me dijo Víctor una vez. Ese cabrón era como un hermano mayor, uno de los que se quemó y regresó para decirte que no entres. Pero claro, no le hice caso.
Hay días tan jodidamente oscuros que siento que la noche vive dentro de mí. Que los bordes del infierno no son un límite, sino una invitación.
Y en esos días, cuando el sol se asoma como si nada, bajo las persianas, me sirvo otro trago y trato de callar todas las putas voces.
Cuando puedes parar, no quieres. Cuando quieres parar, no puedes.
Y yo… yo ya pasé ese punto hace mucho.
Hay algo dentro de mí que no sabe estar quieto.
Un polvo intruso en la nariz. Una pastilla que trago sin agua. Un papel bajo la lengua. Una persona que no sale de mi cabeza. Todo eso es mi puta droga.
No importa qué sea. Lo único que necesito es que me reviente algo por dentro y me confirme que sigo vivo.
A veces el estómago me arde como si tuviera hambre.
Pero no es hambre. Es asco. De la gente. De mí. De todo.
Y no sé si eso es rabia o tristeza o las dos mezcladas con veneno.
Mi garganta sabe a medicina. Mis ojos están hechos mierda. Yo estoy hecho mierda.
Y no duermo.
Porque dormir es soltar el control. Y yo estoy tan jodido que hasta eso me da miedo.
Espero tener buena música o un buen libro, porque hoy no voy a dormir otra vez.
Y si lo hago, que sea sin soñar.
No pienso en el futuro. Solo en sobrevivir el presente sin romperme del todo.
A veces me digo que no estoy enganchado… o eso creo. Solo que a veces necesito sentir algo.
Esa maldita música es lo único que quiero escuchar.
No me exige. No me cuestiona. Solo suena.
Y cuando ya siento que no puedo más, me repito:
¿No te había dicho que lo que confundes con locura no es más que la agudeza de los sentidos?
Y me hundo. Más hondo.
Para mí, los ojos no son espejos del alma, como dicen los libros de superación o cualquier mierda de esas. Son grietas. Son fragmentos de una verdad que se partió. Por eso el departamento está lleno de miradas.
Fotos. Dibujos. Pinturas.
Gente que pasó. Que quise. Que olvidé.
Miradas grandes, vacías, húmedas.
Ojos congelados, testigos de mi puta obsesión.
Y en el centro de todo eso, brillando como un faro enfermo, está la lámpara de luz roja.
Decía que me ayudaba a pensar.
Pero no.
Lo único que hacía era protegerme de la oscuridad.
Porque cuando la apago…
las miradas siguen ahí.
Y algunas —lo juro—
me miran de vuelta.
II. LA FIESTA
No recuerdo exactamente cómo empezó la fiesta. Solo sé que, en algún momento, mi departamento se llenó de gente.
La música retumbaba desde una bocina en la sala. En ese momento sonaba "Alps" de Motorama. La línea de bajo se colaba en los rincones oscuros, mientras las voces de los demás se mezclaban con los acordes. La selección era mía, claro: canciones que flotaban entre la melancolía y el desmadre. Perfectas para ese tipo de fiesta que no empieza ni termina, solo pasa. Antes de Motorama había puesto "Lazy Eye" de Silversun Pickups, y "Electric Feel" de MGMT. Sonaban como telón de fondo para un abandono disfrazado de celebración.
Música. Alcohol. Conversaciones que iban y venían sin decir una mierda.
No me molestaba, pero tampoco lo disfrutaba. La gente cree que amo la vida nocturna, pero no entienden que para mí solo es ruido. Ruido para no escucharme a mí mismo.
Las fiestas son rituales. Nunca invito a nadie en particular. Solo abro la puerta, y la gente llega. Como moscas a la luz. Atraídas por el rumor de que en mi departamento pasan cosas. Algo que huele a peligro y libertad al mismo tiempo. Yo solo me siento en un rincón con un vaso de mezcal en la mano y dejo que todo pase, mientras el humo de los cigarros dibuja espirales bajo la luz roja.
Nadie nota las paredes llenas de ojos. O quizá sí, pero fingen que no. Como si supieran que ese museo de miradas no es para ellos. Como si les diera miedo ver demasiado.
—¿Por qué la luz roja? —me preguntó una vez una chica con los labios pintados de negro.
—Porque el rojo es el color de las cosas que no quieren ser vistas —le respondí sin apartar la vista de sus ojos verdes. Después los dibujé en un trozo de papel, antes del amanecer.
Pero esa noche no hubo preguntas. Solo el zumbido de la música, el roce de los cuerpos, y el brillo sudoroso de la juventud tirándose al vacío.
Y entonces la vi.
Lilith.
Estaba junto a la ventana, envuelta en la luz roja como si no perteneciera a este mundo. Su cabello era negro, como humo después de un incendio. Desordenado, perfecto en su caos. Pero no fue su cara lo que me atrapó. Fueron sus ojos.
No era el color. Ni la forma. Era la forma en que me miraban. Tranquilos. Jodidamente tranquilos. Como si ya supieran todo de mí. Todo lo que intento esconder. Sentí un escalofrío. Como si me hubiera quedado desnudo frente a ella. No recordaba haberla invitado. Ella simplemente apareció.
Ella sonrió. Y fue suficiente para que me acercara.
—Hola —dije, aplastando un cigarro apagado contra la baranda del balcón.
—Hola —me respondió con una voz suave, pero con filo.
—¿Nos conocemos?
—No. Pero siento que me has estado mirando toda la noche.
Me reí. Más nervioso que encantado.
—Es que tienes… algo en la mirada.
Ella alzó una ceja, como si ya supiera lo que iba a decir.
—¿Qué tengo?
Cuando se acercó un poco más, me sonrió apenas.
—¿Tú eres el anfitrión?
—Eso dicen —le contesté, tomando un trago.
Me miró como si pudiera verme por dentro.
—¿Y tú… qué miras?
Tragué saliva.
—Te miro a ti.
—¿Y por qué?
Señalé la cámara colgada de mi cuello.
—Me gustan los ojos. No todos. Pero hay ciertas miradas. La tuya es…
—Vaya, sí que te gustan los ojos —dijo, con una sonrisa que no sabía si era burla o interés—. Todo tu departamento está lleno de ellos.
Sonreí.
—¿Y qué tipo de ojos crees que tienes tú?
Ella me sostuvo la mirada. Sin pestañear.
—Dímelo tú.
Me tomó un momento responder. Sus ojos eran claros, sí. Pero había algo más. Algo que no podía poner en palabras.
—Tienes ojos de Lucifer —solté.
Ella no dijo nada por un segundo. Luego sonrió.
—Es lo más bonito que me han dicho últimamente.
Y ahí supe que estaba jodido.
Porque esas palabras no las pensé. Me salieron sin filtro. Y eso me inquietó. Pero también… me enganchó.
—¿Quieres saber por qué hago esto? —le pregunté, señalando la cámara.
Ella dio una calada al cigarro y exhaló lento.
—Dímelo.
La miré de frente. Sentí que algo se rompía, pero era una ruptura que necesitaba.
—Dedico mi vida a buscar ojos. Cuando estoy solo, busco ojos. Siempre están por ahí. Porque siempre los encuentro. Y después… los pierdo.
Soltó una risa suave, con algo cruel en el fondo.
—Y ahora que me tienes aquí… ¿qué ves en los míos?
La miré. El corazón me latía más rápido de lo que admito. Quise decir algo, pero no encontré las palabras. Solo murmuré:
—No estoy seguro.
Ella me dijo:
—Ten cuidado. Porque cuando miras los ojos… ellos también te miran a ti.
Por primera vez, apartó la vista. Pero su sonrisa seguía ahí. Esa sonrisa que parecía un puto acertijo.
—Espero que encuentres lo que estás buscando —dijo, apagando su cigarro contra la pared.
Y se levantó del escalón, me miró una última vez y se perdió entre la multitud.
III. LA OBSESIÓN
Los ojos de Lilith seguían mirándome desde la Polaroid.
Tenían esa intensidad que no te suelta. Cada vez que los veía, sentía que estaban vivos. Como si me observaran desde un lugar que no pertenece a este mundo.
Me estremecía… pero también había algo adentro de mí que se aferraba a esa sensación. Como si en esa incomodidad hubiera una esperanza torcida. Algo enfermo, pero mío.
"Evita la mirada de Satanás… o verás lo que nunca quisiste ver."
No era mi voz. Era la de Víctor. O eso creo. Me lo dijo una vez, o tal vez lo imaginé. Da igual. Ahora sonaba en mi cabeza como una puta advertencia que llegó tarde.
Cerré los ojos, pero no podía sacarla de mi mente. Esa mirada ya me había atrapado. Y aunque sabía —sabía— que algo no estaba bien, no podía, no quería, dejarlo ir.
Esa madrugada, cuando regresé al departamento, encendí la lámpara roja y dejé la Polaroid sobre el escritorio. Saqué todas las fotos que había tomado esa noche y las extendí sobre la mesa como si fueran piezas de un crimen. Empecé a revisar una por una. Buscaba algo. Una señal. Una confirmación de que no me estaba volviendo loco. O sí. Pero con pruebas.
Y mientras más las miraba, más absurdo se volvía todo.
En todas las fotos había gente. Luces. Detalles del departamento. Todo estaba donde debía estar. Todo… menos ella.
En la Polaroid de Lilith, el fondo estaba vacío. Como si no perteneciera a este lugar. Como si fuera un error en la realidad. Una ruptura en el tejido de todo.
Me quedé mirando sus ojos como si fueran una grieta abierta en el mundo.
Tomé mi libreta y escribí, sin pensar:
"La tinta con la que escribo me gotea del alma."
Y era verdad. Todo lo que no podía decir en voz alta terminaba ahí, en frases que sangraban más que cualquier herida.
Y entonces me golpeó.
Esa puta verdad que no quería aceptar.
Ya no me estaba obsesionando con una mujer.
Me estaba enamorando de una mirada.
Ni siquiera de una persona. De una parte. De un fragmento que ya no sabía si existía de verdad o si lo había inventado. Una maldita mirada separada de su dueña.
Y lo peor… lo más jodido… es que ya no recordaba bien su cara.
Solo el ojo.
El resto se desdibujaba como los sueños cuando despertás y tratás de aferrarte a ellos.
Sé que estuve con ella. Sé que hablamos. Sé que su voz era suave y afilada a la vez.
Pero su rostro…
Su rostro ya no estaba.
Con el tiempo, las caras desaparecen.
Solo quedan rastros: un gesto, una risa, el color de una voz.
Y en mi caso, solo quedó el ojo.
Ese maldito ojo.
Cada día más claro. Más nítido. Más presente.
Ahí supe que ya no era Lilith.
Era una imagen. Una idea. Una obsesión sin cuerpo.
Y estaba enganchado a eso.
A un pedazo de nada que me estaba devorando.
Me senté, la cabeza hecha mierda, viendo las fotos regadas en la mesa, como si fueran restos de un naufragio.
Tomé la libreta de nuevo. Escribí frenético.
No sé si lo que escribí era mío, o de Víctor, o de algo que me hablaba desde adentro:
"No mires a los ojos de los demonios. Evita su mirada. Rompe el vínculo. O no vas a poder dormir jamás."
Solté el bolígrafo. Lo dejé caer sobre la mesa.
La habitación estaba en silencio, pero dentro de mí todo era un maldito grito.
Miré la Polaroid como si pudiera contestarme.
Y le susurré:
—Te voy a encontrar.
Y lo sabía.
Sabía que no iba a parar.
Porque cuando una obsesión te elige… no hay forma de volver ileso.
Y algo en mí —algo que ya no era del todo humano— entendía que, cuando lo hiciera, todo iba a cambiar.
IV. MARIANA
Tenía una pareja. Mariana.
Nunca fuimos oficialmente novios, pero lo nuestro era intenso. Una conexión rara, eléctrica. Algo que ninguno de los dos sabía explicar. A veces parecía amor, otras veces dependencia, y otras simplemente dos personas rotas tratando de no hundirse al mismo tiempo.
Ella siempre trató de sostenernos. De sostenerme a mí. Paciente, fuerte. Pero yo ya estaba demasiado jodido.
Mi cabeza era una espiral de mierda, y aunque ella lo sabía, se quedaba. Me hablaba con ternura. Me tocaba como si mis grietas fueran algo que valía la pena acariciar.
Solo ella y yo entendíamos nuestro caos. Ese mismo caos que nos mantenía unidos… y que al mismo tiempo nos estaba destruyendo.
Hubo un tiempo en que sus ojos eran el único espejo donde quería mirarme.
Hace tres años, en este mismo departamento —con luces blancas y música bajita— me dijo algo que nunca olvidé:
—Tú no estás buscando ojos, Gaspar… estás buscando que alguien te mire y no se vaya.
Me reí, incómodo. No por burla. Sino porque sabía que era verdad y no sabía qué carajo hacer con eso.
Ella trazaba círculos en mi espalda con un pincel mojado en tinta negra.
Decía que pintar era la única forma que tenía de no romperse.
Y yo escribía para no volverme loco.
No necesitábamos decir mucho.
Ella entendía que para mí los ojos no eran solo parte de una cara.
Eran grietas.
Eran llamados.
Eran heridas abiertas.
Todo en ella era arte. Menos la forma en la que nos destruíamos.
Una noche, poco antes de que todo se fuera a la mierda, estábamos sentados en la sala. El departamento bañado por la luz roja. Yo no había dormido en días. Tenía el cigarro a medio consumir y la cabeza en otro planeta.
Ella me miró. Sus ojos estaban cansados. Pero no de ella. De mí.
Se acercó. Me habló bajito.
—Vámonos a dormir, Gaspar. Ven conmigo. Llevas tres días sin dormir. Estoy muy preocupada.
Yo no respondí de inmediato. La miré de reojo. Como si acabara de salir de un mal viaje.
—¿Se me ven los ojos cansados? —le pregunté.
Ella no dudó. Me sostuvo la mirada, firme.
—Se te ven los ojos tristes, Gaspar.
Y eso… eso me rompe el corazón.
No supe qué decir. No supe cómo quedarme ni cómo irme.
Así que simplemente no dije nada.
Días después, Mariana encontró la Polaroid de Lilith tirada en el estudio. Entre colillas, papeles rotos y restos de lo que alguna vez fue mi cordura. La levantó con manos temblorosas. La miró por unos segundos.
No sé qué pensó.
Pero algo se rompió en ella. Lo sentí desde lejos.
No eran celos.
Era otra cosa.
Era la certeza de que yo ya no estaba ahí. Ni para ella. Ni para nadie. Solo para mi obsesión de mierda.
Esa misma tarde decidió irse.
Me dejó una nota sobre la mesa. Sabía que ya era suficiente. Que su presencia no podía salvarme.
No hubo drama. Ni lágrimas.
Solo el sonido de una puerta cerrándose para siempre.
Antes de irse, no solo dejó la nota.
Tomó la primera Polaroid que le hice: una foto de sus ojos. El día que nos conocimos.
En el reverso escribió:
"Si algún día quieres llorar, aquí tienes mis lágrimas."
Pero luego se arrepintió.
La tiró por la ventana.
Tomó un recibo de luz y, al reverso, escribió algo más real. Más certero. Más cruel.
Cuando llegué esa noche, la encontré. La nota estaba ahí. La leí. Una vez. Diez veces.
Me senté en el sillón rojo, con el cigarro apagado y el corazón hecho mierda.
La letra de Mariana era precisa. Sin adornos. Cada palabra era un disparo.
"Eres un niño llorando con American Express,
un poeta de clóset al que el dolor no le basta para llenar los vacíos que en realidad tiene llenos.
Hueles a esperanza con mezcal y aroma de carro nuevo.
Privilegiado de alma que quiere cambiar lo que no está en sus manos."
Y al final, más abajo, escrito con tinta temblorosa, una frase que me partió más que todo lo anterior:
"Ya todos se fueron, y ahora también me voy yo.
No buscas ojos, buscas que alguien te mire y se quede."
Me quedé mirando esa última línea.
La Polaroid de Lilith estaba ahí. Mirándome como siempre. Pero ahora…
ahora parecía burlarse.
Y por primera vez…
ya no supe si quería seguir mirando.
V. EL APAGÓN
Respiraba como si acabara de correr una maratón dentro de mi propia cabeza. Estaba empapado en sudor. El corazón golpeaba con una ansiedad vieja, conocida.
A mi alrededor, lo de siempre: bolsas pequeñas, botellas vacías, colillas aplastadas.
Y la luz roja.
Esa maldita luz roja que lo bañaba todo como una herida encendida.
La lámpara seguía ahí, proyectando sombras que se movían solas. El silencio era absoluto, pero el aire estaba espeso.
Como si algo —o alguien— me mirara desde algún rincón del cuarto.
Sobre la mesa, al lado del cenicero, seguía la Polaroid de Lilith.
La había visto tantas veces que ya la tenía tatuada en los párpados. Pero esa noche…
esa puta noche algo era distinto.
Había una presencia ahí. Algo que no era solo papel ni tinta.
Era una grieta.
Una puerta abierta a algo que no era del todo humano.
Y yo…
yo ya la había cruzado.
Sabía que después del rojo venía el abismo.
Por eso nunca apagaba la lámpara.
Nunca lo decía en voz alta, pero lo sabía: esa luz me protegía. Me contenía.
Era lo único que mantenía alejados a los ojos cuando se volvían demasiado reales.
—Por lo visto estoy loco —murmuré—. Pero esta luz… esta maldita luz roja me da calma. Aunque nadie lo entienda.
La compré sin buscarla. Estaba en una tienda absurda del centro, llena de objetos que parecían salidos de un sueño raro.
El vendedor, un tipo viejo con ojos grises, me dijo:
"La luz roja no solo ilumina. A veces revela."
Y ahora entendía lo que quería decir.
Porque cuando volví a mirar la Polaroid…
el ojo ya no estaba.
Parpadeé.
No estaba.
Y de pronto, ahí otra vez.
Pero esta vez me miraba diferente.
Ya no era un recuerdo.
Era un ser.
Y cuando lo entendí, lo vi moverse.
Retrocedió. Caminó hacia el baño como si supiera que yo lo seguiría.
Me levanté. Cada parte de mí gritaba que no lo hiciera.
Pero lo hice.
Abrí la puerta del baño.
La luz roja no alcanzaba a tocar nada ahí dentro.
Era un espacio lleno de nada.
Pero no el tipo de nada tranquilo.
Era una nada que traga. Que te chupa el alma hasta dejarte hueco.
Y entonces supe que no estaba en el baño.
Estaba detrás de mí.
Lo sentí.
Pero antes de que pudiera girarme, Lilith apareció.
—Siempre he estado aquí, Gaspar —dijo con esa voz suya, suave y cortante a la vez—. No afuera. No en tus ojos. No en la oscuridad.
No entendía.
O no quería.
—Yo soy el ojo.
Soy lo que temes y lo que buscas. He estado contigo siempre, pero no me habías visto. Ahora lo sabes.
Dio un paso hacia mí.
Sus ojos eran fuego. O vacío. O ambas cosas al mismo tiempo.
—En esta luz roja somos lo mismo. Nos vemos… pero no nos distinguimos. En la oscuridad, sin embargo… es donde realmente podemos encontrarnos.
Miré la lámpara.
Mi mano temblaba sobre el interruptor.
Todo dentro de mí gritaba:
No la apagues. No seas imbécil. No hay vuelta atrás.
"No mires a los ojos de los demonios…"
La frase flotó por última vez, débil, como si ya no importara.
Pero mis dedos ya estaban en el interruptor.
Y lo apagué.
La luz roja murió.
Y con ella, todo.
La habitación se hundió en una oscuridad tan densa que ya no parecía noche.
Era otra cosa.
Algo sin forma.
Sin regreso.
No vi ninguno de los ojos que me habían perseguido durante años.
Ni uno solo.
Solo los de Lilith.
Brillando. Eternos.
Como si me recibieran.
O me reclamaran.
Y por primera vez en años…
sentí paz.
Una paz silenciosa.
Demasiado quieta.
De esas que te hacen dudar si todavía estás aquí…
o si, de alguna forma, ya no.

Luis Julián Veloz
Psicólogo de título. Paciente de psiquiatría por destino. Escribo para no romperme. Me obsesionan los ojos y las miradas.
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