Había pan fresco en la mesa.
Un mantel limpio,
una copa que insinuaba la espera.
Ninguna palabra fue dicha en voz alta,
pero el gesto entero era una pregunta.
Él no preguntó por la harina,
ni por el tiempo del leudado.
Tomó el vino con la cortesía de un huésped breve
y habló de sí mismo como quien repite un cuento sin final.
Yo escuchaba como se escucha la lluvia
desde un claustro.
No era desinterés.
Era esa forma de presentir
que la conversación no llegaría a tocar hueso.
Que no habría manos manchadas con tinta,
ni ojos curiosos por el barro bajo las uñas.
La escena fue breve.
Sin error, sin herida,
sin cataclismo.
Apenas una intuición que baja los párpados.
Un presentimiento elegante.
Un telón que cae sin necesidad de aplausos.
Más tarde, al recoger los restos,
no hubo tristeza.
Sólo la claridad de las ofrendas no tomadas.
El vino sin sed.
El pan sin hambre.
Y el cierre final.
¿Es esto cinismo?
¿O es apenas una forma de fe rota que aún sabe retirarse a tiempo?
No.
El cinismo no ama los símbolos.
Y yo aún los tallo en mi lengua dormida,
en las palabras que nunca me fueron devueltas.Y me siento rara.
Como un templo cerrado por falta de peregrinos.
Como una copa de vino intacta
en una mesa donde nadie tuvo sed real.
Me observó, tal vez,
con una suerte de ternura superficial,
la que se tiene por un cuadro bello
cuyo significado no importa.
Yo sabía de memoria esa forma de amor:
el que observa pero no se adentra,
el que adorna pero no escucha,
el que toca la puerta
pero teme al eco del umbral..
Y yo no sé mentirme con flores de plástico.
Quiero cardos,
espinas verdaderas
Yo no quiero ser mirada.
Quiero ser entendida por error.
Quiero que alguien lea mi forma de servir el pan
y sepa que ahí está mi ternura
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