él tomaba su café siempre al despertar,
me convidaba a beber de la misma taza
y yo lo intentaba pero solo saboreaba náuseas
era amargo: dos de café y sin azúcar,
no sé si era por el desamor que ya nacía
o por mi rechazo al desvelo:
la idea de poner mi paladar ante ese sabor
era un suicidio para mí.
veía los libros mientras la sala se llenaba de aquel aroma,
en el librero había cosas que nunca leería
y se acumulaban según las tazas de café que él tomaba,
frente a mí se sentaba, me hablaba de algo,
no sé de qué: «¿por qué me miras así?»
cuestionaba cada vez que volteaba la mirada hacia él
«¿cómo así?»
y daba el discurso de la mirada mala
como el odio canonizado que ya sentía,
yo lo evadía y le decía:
«mi madre lo toma con dos de café y dos de azúcar, me gusta y se siente como un abrazo»,
pensó que ese comentario era inoportuno,
él nunca prestó atención al café que otros bebían
y que con gusto yo tomaba.
hubo alguien que me hizo amar el café,
lo preparaba igual que él
y yo sin asco lo tomaba
sin miedo al desvelo.
todos a quienes amo toman café
en secreto digo que no lo sé preparar,
para que ellos me presten su paladar por una vez
y probar su vigilia.
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