Odio hablar. Parece que, cada vez que digo una palabra, la consecuencia es recordarla hasta cansarme de culparme, de sentir vergüenza, de creer que por eso las personas cambiarán la forma en que me ven. Tal vez soy rara —y lo soy—, pero pensar que los demás también lo creen me aterra. Es la causa de mis desvelos y del dolor que mi corazón tiene que soportar todos los días, solo porque se me ocurrió hablar.
A veces tengo un tono confiable, con aquellos que han visto quién soy y, aun así, han decidido quedarse a mi lado. Pero con los demás, es distinto. Ya no sé qué está bien decir y qué no. Finjo, o quisiera fingir, que no me duele, que estoy bien… pero es inútil. A los demás no les importa. Sé que ellos siguen con sus vidas mientras yo me ahogo en estos pensamientos.
No quiero ser así, mucho menos ser tan intensa en esos momentos. Si fuera por mí, estaría preguntando todo el tiempo si lo que dije estuvo bien, si quizás me pasé. Sé que si me lo dijeran, podría “arreglarme”. Más que nadie, sé que tengo errores. A veces no los noto, porque soy de esas personas que actúan y hablan sin pensar. Y esas pocas veces terminan convirtiéndose en culpa, por siempre sentir que hice algo mal.
No recuerdo quién me hizo sentir así, ni por qué esa persona me hizo creer que todos serían como ella. Pero por su culpa, todo duele, todo lastima, incluso la mínima llovizna o el silbido más leve.
Tampoco quiero exagerar. No quiero que los demás sientan lástima por mí —si es que la doy—, porque en mi cabeza solo cruza la idea de que la vergüenza es lo más cercano que llego a provocar. Sé que no es así, lo sé bien, y trato de repetírmelo muchas veces. Aun así, duele… Odio mi cabeza, odio mi corazón frágil, aquel que me trajo a la vida y al otro, ese que me hizo cargar con esta culpa que arrastra tantas otras cosas…
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