Se abre la noche como un ala, como un ojo de húmedas pestañas, como la mano que saluda o acaricia. Se abre una puerta, un paracaídas que te socorre de la gravidez. Se abre también una herida vieja y eterna, un abismo incesante. Nada se opone a la noche.
Se abre un portal que pone en juego un tiempo sin tiempo, ante el cual las normas balbucean, y, con ello se presenta la dulce posibilidad de abstracción. De abstraerse del propio cuerpo, de los pesares y prejuicios, de las carencias y las reglas, de la tiranía que rige en la vida diurna. Bajo este enorme techo sombrío todos somos bienvenidos; después de destronar la rutina mundana, cada uno de nosotros puede acercarse, quizás, a algo del orden de lo divino.
Aquí donde nos baña la penumbra, el aroma a perfume y tabaco envuelve y recorre todo como un espíritu inquieto. Cada luz empieza a tener coherencia a medida que avanza la oscuridad. Se borran lentamente los bordes apretados, para dejar al cielo negro cubrir la ciudad, actuar como un lápiz invitando a dibujarnos de cero. Empezar otra vez, desarmar para armar. Una invitación a ser el personaje que soñamos de chicos, o de grandes, y nunca contamos. A sublimar las fantasías reprimidas, las pulsiones ahogadas. A disolverse en espirales de humo para hacer surgir un nuevo yo.
En el imperio de las sombras es posible combinar el maquillaje tribal del continente africano con vestimentas de dioses griegos, o el tutú de una bailarina con el calzado Topper de un rolinga, si así se desea. El pantalón del obrero y los tacones en punta. Que circulen también los sacos de cuero de gente posiblemente muerta, y que ahora resuciten en el baile de los jóvenes. Aquí transitan los marginales y los amantes, la ceremonia bohemia compuesta por héroes heridos de zapatos gastados. Chicas rotas, gays, villeros, prostitutas.
Aquí conviven la violencia y la ternura, el cemento y el cristal, la vereda y el beso. Es un camino empedrado de placeres, de sudor y lentejuelas. La noche es elegante y obscena, delicada y oscura, como el amor: “Oscurecer esta oscuridad, he ahí la puerta de toda maravilla” (Tao Te King).
En la noche convergen la sensualidad del tango y la rebeldía del rock (y los vicios compartidos). Cascadas de alcohol caen en el fondo del vaso, para luego recorrer el terreno-cuerpo de cada alma presente. La bebida sagrada. En un instante sutil -algunas veces agresivo- se entibia el pecho anunciando el comienzo de la ebria aventura humana. Brotan danzas y conversaciones, dando la sensación de estar en presencia de una tercera piel. Algo que nos supera y nos embebe en la marea de los mortales que se piensan inmortales, sólo por estas horas. Esta piel nos habita, ya no nosotros a ella. Trasciende la distinción entre lo propio y lo ajeno; viene a habilitar, como un dios, el deleite de ser livianos en tanto dure la velada.
Y yo pienso: no hay más paraíso que este. Así quiero ser, como la noche, entre siempre y jamás, sucesión de risas, rostros, el espacio entre la ruptura y el comienzo. El alboroto nacido de Eros, que se corra la pintura de los labios, y, que la desprolijidad genésica -la roja pincelada- detenga la caída. Pintar sobre el paisaje muerto. Refutar lo aparentemente abatido para hacer surgir algo, dar luz a la cosa.
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