Gris día. La tarde tajante llegando ya al filo de su existencia, con el sol muriendo allá a lo lejos, en el occidente. La noche sobreponiéndose con su oscuridad atenuante. El ocaso perplejo. Mis ojos inmóviles clavados en aquella serenidad crepuscular que tan efímera avanza mientras a su paso, se lleva consigo al día y la claridad.
La niebla grisácea atormenta la ciudad, la arropa con el abrazo de Judas. Su frío corre intrépido por los suburbios mientras las alcantarillas se llenan de negras aguas acumuladas en los suelos por las lluvias. El torrente no cesa desde la mañana. Bogotá descansa en su ambiente pluvial, descansa en los recuerdos húmedos y mojados que habitan mis memorias empapadas por la melancolía de mis andares.
Las gotas se desdoblan en el ventanal del bus que transmite su frío por mi frente directo a toda mi corporalidad. Un vacío helado se apodera de mí, recubre todo mi cuerpo empapado de gotas y heladas tristezas. Siento lo sublime de la ciudad disparar a mis entrañas, penetrar mi materia hasta desangrarme lentamente en la silla de este bus.
Veo los carros pasar en medio del atasco citadino. La muerte viaja como copiloto en aquellos carros. En mis visiones se entromete el fuerte sonar de la lluvia junto con los boleros de antaño que aquel viejo barbudo, echado a la dejadez y que rendido ante la enfermedad escucha con su radio crujiente que escupe esas melodías agudas.
Al igual que el viejo, seres sin rostro me acompañan en mi periplo. Somos los desalmados hijos de la herejía bogotana; somos los hijos del esoterismo montañero; somos la maldición de un imperio en decadencia; los hijos de la sombra que inundaron de oscuridad la sabana. Somos los peregrinos exiliados de las sendas del amor y que a falta del cariño, nos refugiamos en la oscuridad macabra que inunda la ciudad. Somos los desgarrados por el transcurrir de la vida. Somos los indignos, no los indignados; los que cargan en sus frentes el peso del rechazo. Somos los despojados de la razón, esclavos de la melancolía y la nostalgia que nubla el pensamiento. Somos los entregados a caer al abismo del absurdo.
La desesperación del bullicio urbano y las bocinas rechinan en mi soledad. La noche sigue cayendo. La melancolía nos atraviesa a todos en este móvil que ensuciamos. En las gotas gordas que se deslizan por la ventana veo el brillo de la luna, mi eterna compañera de soledades. Alzo mi mirada y veo grises extenuantes en la inmensidad de las nubes, vuelvo mi mirada a las calles y veo luces cegadoras alumbrando a los fantasmas transeúntes.
Empiezo a maquinar la obra de Cortázar en los jardines de mi cabeza. El futuro y la lluvia, el aplastamiento de las gotas danzando con la tristeza de no verte nunca aquí a mi lado, ¡Ángeles, tú recuerdo emborrachándome con los pensamientos que me gritan que nunca estarás!
Palpo el éxtasis desolado de aquellos desalmados: nuestro éxodo tras el accidente concebido en nuestra llegada a esta tierra que no es tierra, a esta existencia frenética de sin sentido incomprensible, a este vacío que nos ahoga el pecho. Todos somos almas errantes perdidas en esta ciudad. Cortázar se empieza a esfumar y de la memoria poética yace Cioran.
“No corremos hacia la muerte; huimos de la catástrofe del nacimiento. Nos debatimos como sobrevivientes que tratan de olvidarla. El miedo a la muerte no es sino la proyección hacia el futuro de otro miedo que se remonta a nuestro primer momento.” ¡Maldito nacimiento!
La niebla entra a mí, la inhalo y me drogo con la frialdad distópica de Bogotá. Su radiación se esparce por todo mi cuerpo y cual cigarrillo enciende el calor mis adentros putrefactos.
Mi viaje llega a su fin. Se abren las puertas, pero yo no quiero bajar. Algo me mantiene amarrado a este barco que nada a través del cemento. Mi alma se prende del bus con sus uñas como lo hacían las gotas del ventanal, como lo hacían las gotas que, frente a los ojos de Cortázar se deshilachaban las unas a las otras mientras el hombre inminente y observador escribía.
Mi alma muerde con sus dientes el suelo del bus; se empiezan a desquebrantar sus dientes inexistentes. Pero aún no se suelta. Se agarra con más y más fuerza. Las gotas aun no caen y mi alma aún no se suelta. Sus dedos se empiezan a cansar. El cuerpo que no tiene hace mi alma un alma en la fatiga, con los músculos que no tiene pero que se empiezan a rendir. Y por fin sus dedos no aguantan más. Ya no tiene más las uñas que nunca tuvo. Le duelen a mi alma los dedos que nunca ha tenido, le tiemblan las piernas por la debilidad que mi cuerpo somatiza en lágrimas, triste analogía de la lluvia y las gotas. Por fin bajo de ese bus y ahora me siento desnudo, extraviado, no me hallo y mi alma quiere arrastrarme. Pero desciendo dejando atrás a todos quiénes como yo no saben que hacen aquí. Mi alma se duele a sí misma, se desgarra en el reflejo lejano de aquel bus que se distancia hacia el norte, o hacia el horizonte, o hacia no sé dónde. Y mi alma tira rabias que se pierden en su no voz, que llegan a sus no oídos, que se desprenden de su no garganta pero que, sin embargo, yo escucho con toda claridad.
Camino a la biblioteca mientras fumo a Bogotá.
Juan Camilo Castillo.
Juan Camilo
Un joven bogotano de 17 años, enamorado de su ciudad y romántico eterno que se siente exiliado de la época en la que le tocó vivir.
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