Cuando el patrón me manda a encargar material para la obra o a jugar a la quiniela, suelo alargar el camino y la excusa de que “había mucha gente” nunca falla ante su mirada desafiante. Me distraigo observando las viviendas, en busca de la ideal: prefiero las de una sola planta y con fachadas sencillas, sin adornaciones, con solo una puerta y una ventana en el frente, y patio o jardín en el fondo, fuera de la vista, aunque sé que eso es cada vez más difícil de hallar, porque a donde mire, hay un edificio en construcción o por construirse.
Mi familia y yo nos mudamos muchas veces y por diferentes motivos, principalmente, por no poder seguir costeando los gastos de alquiler; afrontamos inundaciones, goteras, desperfectos eléctricos, incendios, plagas, fantasmas, brujerías e intentos de robo. Una vez recibimos la visita de un toro endemoniado que un pariente logró guiar hacia afuera con mucho coraje y empeño; nunca supimos de dónde había salido ni cuál fue su destino. En otra oportunidad, denunciamos a la Policía el hallazgo de un bolso con un arma de fuego y municiones en nuestro patio, temiendo que alguien volviera a reclamarlo. Y cómo olvidar aquella vez que descubrimos a un vagabundo acampando en el techo; por la cantidad de envases de vino, dedujimos que llevaba ahí más tiempo que nosotros. El extraño se marchó sin pronunciar una sola palabra y nunca más volvimos a escuchar sus escalofriantes pasos por las noches.
Para poder conciliar el sueño, construyo en mi pensamiento ese hogar ideal; levanto paredes y las derrumbo, creo aberturas a mi antojo y las cubro, nunca quedo satisfecho, y aunque este no posea más de cinco o seis ambientes, me duermo antes de lograr concluirlo. A la noche siguiente debo recomenzar desde los cimientos.
Mi piedra fundamental es una fotografía de la familia que tuve y el niño que fui.
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