Hubiera querido arrancarme el dolor, escribe Annie Ernaux, pero lo tenía en todas partes.
Si hay algo que tienen en común todos los duelos, es que se llevan las palabras.
En La ridícula idea de no volver a verte, Rosa Montero también lo dice: “El verdadero dolor es indecible. Si puedes hablar de lo que te acongoja, estás de suerte; eso significa que no es tan importante. Porque cuando el dolor cae sobre ti sin paliativos, lo primero que te arranca es la palabra”.
Y Murakami, en Tokio Blues: “Hubiese querido deshacerme en lágrimas, pero no podía llorar. En este mundo existe un tipo de tristeza que no te permite verter lágrimas. Es una de esas cosas que no puedes explicar a nadie y, aunque pudieras, nadie te comprendería”.
La ausencia es incomprensible. Se puede entender la muerte, la descomposición del cuerpo, los motivos que llevan a un pulmón a enfermarse. Pero no se puede racionalizar la falta de sentido que le da a la existencia la ausencia de una voz.
Eso que siempre estuvo desaparece. Lo que resignificaba el cotidiano, no está. El tiempo pierde narratividad, y lo conocido deja de existir. Ahora hay que resignificarlo todo, sin ganas: estar bien, aprender a vivir sin eso que se amaba, buscarle otro sentido a la vida. Hablar poco de ello para evitar los consejos irritantes de autoayuda.
No es que no seamos capaces de vivir con una ausencia; es que nos gustaba más la vida con la persona que amábamos dentro.
Mi mamá se fue un martes trece. Nunca fue una persona triste ni dramática; si está en algún lado, es en una mesa donde todos se ríen y ella hace reír a los demás.
Por vos, mami, que te manifiestes cada vez que me ría. Entonces, buscaré siempre la forma de reírme para volver a verte.
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