Te vi.
Y por un instante, el mundo dejó de parecerme tan muerto.
Respirabas.
Tan simple, tan natural para ti…
y sin embargo, tan sagrado a mis ojos.
Cada aliento tuyo era una oración que no sabía que aún podía escuchar.
Eras todo lo que yo ya no soy.
Tibieza.
Luz.
Vida.
Caminabas como si el mundo fuera tuyo,
como si no existieran cadenas,
como si el tiempo no doliera.
Y yo…
te observaba desde el rincón donde la noche me guarda,
donde el sol no entra,
donde los siglos pesan en la espalda
y los recuerdos muerden más fuerte que los colmillos.
Tú, con tus ojos limpios,
con la inocencia intacta,
con esa aura que no entendías pero que arrasaba con todo en mí.
¿Cómo es que puedes ser tan libre?
¿Cómo es que puedes sentir sin miedo,
existir sin culpa,
amar sin heridas?
Yo, en cambio, camino entre ruinas,
entre nombres que ya no recuerdo,
entre promesas que el tiempo pudrió.
Mi reflejo ya no me devuelve nada,
y sin embargo tú…
tú me devolviste el anhelo.
No sé si fue amor,
o solo la nostalgia de lo que nunca volveré a tener.
Pero desde ese primer instante,
supe que tú eras el día
y yo su sombra inevitable.
Y aún así,
desde la oscuridad,
te admiro.
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