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    Nunca dijeron adios

    Abr 30, 2024

    69
    Nunca dijeron adios
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    Era el principio del siglo XX.

    Y en un lugar donde el llano se pierde en el horizonte, Julio Rogè se dedicaba a comprar, almacenar y vender los cereales producidos por los agricultores de la región. Negociaba precios con los productores y los compradores y transportaba los granos a los puertos.

    Su integridad y su ética lo habían hecho merecedor del respeto tanto de unos como de otros.

    Por su posición social, económica y la preparación académica, se podía decir que era un privilegiado. Pero la humildad y generosidad que lo caracterizaban habían hecho que don Rogè, como lo llamaban, gozara de alta estima entre todos.

    Esta manera de actuar, sin dejarse influir por las presiones, ubicado y cercano, le permitió amoldarse cuando le tocaron las mal dadas.

    Las fluctuaciones del mercado y los extensos períodos de sequía que afectaron la calidad y cantidad de la cosecha lo obligaron a andar y cambiar de campos. Terrenos que fueron disminuyendo en hectáreas y producción conforme pasaba el tiempo.

    Cada mudanza suponía un nuevo duelo. Pero le enseñaron a valorar lo que tenía, a soltar y abrirse a nuevas posibilidades. Y esto mismo supo transmitírselo a sus pequeños hijos. Quienes crecieron sabiendo aceptar las pérdidas, entendiendo que las despedidas no son el final, sino el principio de algo nuevo.

    Su inquebrantable carácter, la rectitud y nobleza de sus actos, el no quedarse atrapado en el pasado, no hacer gala de este ni negar la realidad, le valieron a él y su familia, ser muy bien recibidos allí donde fueran.

    Alba era la más pequeña de sus niñas. Nadie podía siquiera suponer que Julio no amaba a todos sus hijos por igual. Pero, sin dudas, ella era su ojito derecho. De cabellos dorados, casi etérea y con una profunda mirada teñida de color verde intenso, era un calco de su madre, pero su andar y proceder eran los de su padre. Dejarla hablar era dar por hecho que bien podría llamarse Julia.

    La pequeña Rogè, lo admiraba y él no podía disimular su debilidad por ella, por eso no perdían ocasión para estar juntos.

    Se camuflaba entre el trigal, hasta encontrar a su papá y quedarse acompañándolo mientras trabajaba.

    Muchas veces, sin importarle el roce àspero de la arpillera contra su piel, trepaba por las bolsas repletas de granos mientras él las apilaba, y le encantaba correr tras las carretas que las llevaban hasta los furgones del tren.

    Y por las noches, se escapaba de su cama y se acercaba sigilosamente hasta la sala, para verlo leer o escribir esas largas cartas que nunca supo muy bien a quien enviaba. Le fascinaba esa tenue llama de la lámpara, que parecía encerrar en un cono luminoso y casi mágico, esos instantes que no quería olvidar.

     Como en un soplo de suave brisa, casi sin pensarlo, Alba dejó de ser niña.

    Las charlas entre padre e hija eran interminables y las discusiones las hacían más que interesantes. Ambos pensaban igual, pero llevaban sus opiniones por distintos carriles, para terminar, siempre coincidiendo en la conclusión y riendo de sus propios intercambios de palabras.

    Ya no escalaba sacos. Ahora prefería subirse a un par de tacones y vestir de seda para acudir a los bailes del pueblo.

    Y en una de esas reuniones conoció a un joven que logró que Alba ya no tuviera tan presente a su padre.

    Los dos tenían la misma edad. Primero fue amistad, luego noviazgo formal. Y fue entonces cuando, con la promesa de volver a buscarla, él decidió marcharse a la gran ciudad en busca de un futuro mejor.

    Ahora era Julio, quien se asomaba por las noches, para verla escribir, él si sabìa a quien iban dirigidas esas cartas. Y también conocía el remitente de las que ella leìa una y otra vez. El temor de ver sufrir a su hija lo llevó a desalentarla sumando fichas de que distancia y amores nunca prosperan.

    No alejó a su hija, el vínculo entre ellos era indestructible, pero consiguió quebrar el idilio que existía.

    Alba escuchaba cada palabra con dolor, pero se aferraba firmemente a la ilusión. Y no se equivocaba. El dueño de su corazón regresó a cumplir su promesa.

    Los tiempos de acopiador habían terminado. El “don Rogè” seguía sonando fuerte, pero ya se sentía cansado. Sus hijos estaban grandes y lo iban necesitando menos.

    Mientras la casa se alborotaba al ritmo de la boda, él se retraía. Leía mucho, sentía más. Le daba paz ver tan feliz a Alba, pero, por otro lado, no soportaba la idea de que se fuera tan lejos. Presentía que se quedaba sin tiempo para disfrutar a su hija.

    La vio vestida de novia, se emocionò como nunca lo había hecho y después del brindis se retiró a la francesa.

    Cuando los novios se fueron nadie lo vio. La madre la abrazó intensamente y los hermanos los acompañaron a la estación.

    En el andén hubo bullicio, risas nerviosas, besos y más abrazos.

    El tren se fue alejando y Alba, asomada por la ventanilla, con los ojos cada vez más húmedos, entre las figuras cada vez más pequeñas de los familiares, busco la de su padre, pero nunca la encontró.

    Y en ese mismo momento, en la penumbra de su habitación cerrada, Julio lloraba desconsoladamente. El hombre que todo lo había soportado no pudo gestionar esta despedida y supo que ya quedaba muy poco tiempo.

    Alba regresaba cada verano, pero los días parecían no ser suficientes.

    Julio se durmió para siempre el sexto otoño después de la boda.

    Alba Rogè comprendió como nunca lo que su padre le había enseñado. Hay que llorar lo que se fue, pero también sonreír por lo que queda.

    A ella le quedaba el infinito y eterno amor, la bendición de haber tenido el mejor de los padres.

    Tal vez fueron alas de un mismo ángel, por eso nunca se dijeron adiós.

     

    Miriam Rodriguez Roa

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