Nuestra amor era como sostener un hielo entre las manos por mucho tiempo.
Una espera sentir frío y se prepara para eso.
La mente y el cuerpo se chipean para una sola sensación pero el hielo te sorprende.
De tan tan frío, no te das cuenta que te está quemando las manos.
El golpe viene después y pega debajo del cinturón.
Para cuando sentís el ardor, ya es tarde y todas las reglas de preservación, te gritan que sigas el impulso de soltarlo. Que lo tires, que no importa a dónde, tampoco cómo, que duele.
El problema es que las manos se acostumbran, se adormecen, no es tan fácil.
Cuando experimentás una sensación tan extrema, no podés pensar ni sentir nada más.
El frío te cala hondo.
Aún cuando el hielo empieza a derretirse en la bacha de la pileta, cuesta que las manos se descongelen, que vuelvan a despertar.
Que la sangre circule como antes, ver bien qué se lastimó, cuáles son las heridas y cuál su magnitud.
El tiempo hace lo suyo pero yo sé que necesité de mucha agua tibia para regenerar todos los tejidos muertos.
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