La casa.
Dios, la casa.
Durante mucho tiempo fue más que una idea.
Fue un personaje más en nuestra relación,
una promesa con puertas que no se abrían.
Hablábamos de ella
como si ya existiera,
como si estuviera esperándonos
en algún barrio de calles tranquilas,
con una bicicleta oxidada apoyada en la puerta
y dos plantas secas en el balcón.
La describíamos por partes:
el patio con luces colgantes,
el cuarto con una estantería llena de mis libros,
una parrilla "de las buenas",
mi escritorio con vista al mundo.
Nuestra casa decía él.
Y yo me lo creía.
Me lo quería creer.
A veces hablábamos de los muebles.
De los domingos.
De los colores de las paredes.
Nunca compramos pintura.
Nunca visitamos barrios.
Nunca vimos casas.
Ni siquiera juntos.
Y sin embargo,
la casa vivía en nosotros.
O mejor dicho,
vivía en mí.
Ahora lo sé:
la casa nunca fue real.
Fue un placebo.
Una historia bien contada
para mantenerme quieta,
para calmar mis dudas,
para disfrazar el estancamiento.
Una promesa de futuro
para justificar el presente mediocre.
Y funcionó.
Durante mucho tiempo, funcionó.
Me hizo aguantar desplantes,
mentiras chiquitas,
las deudas que siempre caían de mi lado.
Todo porque
"algún día íbamos a tener eso":
un lugar,
un refugio,
una vida.
Pero no.
La casa nunca pasó.
Y no fue por falta de dinero,
aunque tampoco lo teníamos.
No pasó
porque él nunca pensó en construirla
conmigo.
Solo era un cuento de hadas.
Un anzuelo dulce
para que yo no preguntara,
para que no me fuera.
La casa era la cuerda que me ataba.
Y cuando vi su mentira,
la casa se desmoronó.
Así, sin ruido.
Como si nunca hubiera existido.
Como si siempre hubiera sido
una construcción en mi cabeza.
Después de eso,
dejé de hablar de casas.
De futuros.
De domingos.
Empecé a hablar de mí.
De lo que quería.
De lo que me gustaba.
De lo que me dolía.
Empecé, por primera vez,
a decir no.
Y no tenía certezas.
Ni planos.
Ni dirección.
Pero tenía algo
que nunca había tenido antes:
La certeza de que
no necesitaba que nadie
me prometiera una casa
para sentirme en casa.
Porque quizás,
la verdadera casa
empieza en una misma.
Y esa,
sí la podía construir yo.
Pared por pared.
Desde el derrumbe.
Con cimientos propios.
Nada duele más
que te echen
de una casa
que nunca fue.
Recomendados
Hacete socio de quaderno
Apoyá este proyecto independiente y accedé a beneficios exclusivos.
Empieza a escribir hoy en quaderno
Valoramos la calidad, la autenticidad y la diversidad de voces.
Comentarios
No hay comentarios todavía, sé el primero!
Debes iniciar sesión para comentar
Iniciar sesión