Al principio, el sexo es novedad. Como zapatillas nuevas: te aprietan, pero te emocionan. Después, la novedad se vuelve la persona. Ya no buscás solo cuerpos, sino alguien con quien el “¿vamos a tu casa?” también tenga sentido con la luz prendida al otro día.
Cuando esas dos novedades se cruzan, el deseo cambia. Querés que te miren y no preguntarte: “¿cómo se llamaba?”. Empieza una etapa de explorar con ganas reales de estar ahí.
Después entendés que el sexo puede ser una actividad más, como jugar al fútbol un sábado. Y lejos de perder valor, lo elegís. No lo mendigás.
Ahí dejás de hacerlo con cualquiera. Porque si no hay onda, ni química, ni una neurona encendida... se siente más vacío que un “¿llegaste bien?” que nunca llega.
Cuando entendés su lugar en una pareja, no perdés tiempo con alguien que no te mueve una pestaña. Ya no vas a citas pensando “capaz en persona me gusta más”. No. Ya sabés: yo no cojo sin ganas, no estudio sin café y no salgo con gente sin humor.
El sexo no evoluciona con la edad. Cambia con vos, tu historia, tus vínculos y tus ganas. Hay quienes lo hacen por hábito, y quienes lo eligen. Todo vale si te hace bien.
La calidad no está en la cantidad, sino en la energía. En cómo te sentís después. Y sí, también en si querés repetir o salir corriendo.
Según estudios (y el sentido común), las parejas más felices no son las que más lo hacen, sino las que mejor se entienden. Se miran, se ríen, se calientan. En ese orden o al revés, pero que funcione.
El deseo se cuida. No tiene fórmula, pero sí un filtro: que te haga bien. Que no reste. Que no sea solo llenar un vacío. Que al menos te saque una sonrisa… antes, durante o después.
¿Es una obviedad? No sé. Vos cogé.
Nos vemos después.
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