Caen del cielo pájaros muertos. Crujen sus cabecitas contra el asfalto. La vegetación parece estar cubierta de cera, enfriada con el viento que arremete desde el sur. Pampero de mi alma y de mi tierra, que barre el aplomo que envolvía Buenos Aires. Limpiaste la tibieza de esta ciudad atropellada, y dejaste escarcha, y mutaste en silencio. Lentamente despejaste de nubes a un cielo vacío. Retraídos hasta los bichos. Blancos como los huesos. Tensa la carne que yace alejada de toda compañía. Los muertos nunca estuvieron tan solos. De casa en casa, algún resabio se acurruca en sí mismo y espera. Permanece. Arriba, en las terrazas, otros nacen. Se retuercen hasta hacerse altos. Y rugen. Como ruge la arena en el desierto. Como lo hace el aire mutado por la tormenta. Abajo, nadie se acuerda. Y en el centro, la llanura. Donde nace el tiempo que a todo perdura, estoico, apagado. En un constante reposo. Verde el campo y amarillo el pastizal, que se arrastran con la ventizca. Pasto que vuela. Bien adentrada entre los edificios, zarandea los árboles. Todo bajo un gran nubarrón vegetal. Ha enterrado los recuerdos y, en la volatilidad de sus venas, lleva con ella el precio de la memoria. De lo que fué y no será. De cuando nació lejos de las montañas. De pertenecer a la planicie más larga, indiscutiblemente hermosa. Tormentosamente ancha. El reloj se calló para siempre, porque ya nada importa. Ni lo que se llevó el viento, ni lo que brotó a costa.
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