El tranvía estaba a explotar de gente, como era de esperar un lunes a las 8 de la mañana. Las señoras contaban en alto los más recientes cotilleos, los niños cargaban el sueño en sus mochilas de camino al colegio, una mujer en traje gritaba a su teléfono a razón de lo que parecía ser un mal negocio y como olvidar al señor que, todas las mañanas al compás de su guitarra, cantaba los clásicos de la Nueva Trova Cubana, folk lationamericano y rock español, acompañándolos del ocasional chiste misógino y el discurso de crítica a la música actual. La mezcla de voces, gritos y melodías hacían del pequeño vagón un lugar de múltiples distracciones, sobreestimulación y sobre todo ruido.
Entre la multitud, destacaba ella. Su mirada estaba enfocada en las páginas de su libro, una antología de poemas de una autora cuyo nombre no lograba divisar. Su cabello caía suavemente sobre sus mejillas, lo que la llevaba a soplar de vez en cuando para apartar los pelos de su vista. Fruncía el ceño cada cierto tiempo, inmersa completamente en la complejidad de su lectura. Absolutamente nada era lo suficientemente relevante como para quebrantar su paz, y hacerla levantar su mirada.
Él no podía dejar de verla. Desde el momento en que su mirada se depositó sobre ella, empezaron a sudarle las manos. No quería parecer insolente, no quería ser él y su devoción por observarla, la razón por la que ella tuviera que salir de su pequeña burbuja. Desvió la mirada y, por unos minutos, el recuerdo en su mente fue suficiente para mantenerlo con vida, pero empezó a quedarse sin aire y tuvo que mirarla nuevamente.
Había pasado los últimos 15 minutos del recorrido preguntándose cuál sería su nombre: Lucía, Sofía, Martina, María, Julia, Paula, Valeria…todos le parecían demasiado comunes. Todos le recordaban a alguien en su vida que tenía ese mismo nombre y era imposible que ella lo tuviera también. Su vida era cotidiana, normal e incluso aburrida, alguien como ella no era propio de su vida, por lo que no podía tener un nombre tan simple como aquellos que él veía a su alrededor.
Se conformó con el misterio de su nombre y dio paso a imaginarse la vida con ella. Se preguntó cuál era su color favorito y lo reflejó en los colores de las flores el día de su boda. Lo mismo hizo con la música y se vió a sí mismo regalándole miles de vinilos de todos sus artistas favoritos. ¿Preferirá perros o gatos? Seguro que ninguno, capaz un conejo o una pecera llena de peces de colores. ¿Será hija única?, ¿Estará trabajando o estudiando?, ¿Es feliz aquí o querrá mudarse? Seguro que quiere mudarse, un lugar como este no es ni remotamente el mínimo de lo que alguien como ella se merece. Entonces se preguntó dónde vivirían juntos, cómo sería su casa ¿o más bien sería un apartamento?, ¿tendrían patio, bañera y oficina?. Y así, se planteó todos los detalles que rodearían a su vida junto a ella, desde el momento en que se conocieran hasta el fin de sus tiempos.
Encontró el balance entre mirarla y desviar la mirada para no molestarla. Su ansiedad estaba en aumento, ya no quedaban muchas más paradas en el trayecto y necesitaba hablar con ella, saludarla, darle su número, lo que sea que fuera suficiente para poder encontrar respuesta a todas las preguntas que se había formulado a lo largo del viaje. Estaba a punto de acercarse y hablarle, cuando sonó la campana de la próxima parada y la vio cerrar su libro.
Su sitio estaba frente al de ella y no podía dejar de mirarla. La vió que había acabado de guardar todas sus cosas cuando ella levantó la mirada y la fijó en sus ojos. Al principió lo observaba con normalidad, pero al ver que él no desviaba la vista, soltó una breve sonrisa incómoda. Él estaba en shock, sentía que ya no respiraba, sus manos sudaban más que nunca y toda su capacidad para formar palabras y frases se desvaneció por completo, por lo que soltó un pequeño jadeo e hizo el mayor esfuerzo para sonreírle de vuelta. Sin embargo, ella ya no lo miraba, pues se limitó a observar la llegada a la estación desde su ventana.
Frustrado, se preguntó si no había producido en ella ninguno de los sentimientos que ella produjo en él. No se consideraba a sí mismo como una figura de mármol griega, pero sí creía que era medianamente atractivo. Sabía que podía ofrecerle muchas cosas, lo había visto, pensó en toda la vida que había armado junto a ella y quiso comentarle lo feliz que podía hacerla y lo contentos que estarían juntos, pero ella ya se había ido. Así, el sonido ambiente del tranvía volvió a inundar sus oídos: los cotilleos más recientes, el sueño de los niños y las discusiones de negocios, pero esta vez nada destacaba sobre el ruido. Nadie brillaba entre el resto de personas, su vida había vuelto a su completa normalidad, llena de gente común, con gustos comunes y nombres comunes.
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