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Nocturno

prisma*

May 9, 2025

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Nocturno
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La primera vez que escuché el Nocturno Op. 9 n. ° 2 de Chopin, fue en algún momento del otoño de 1999.

Estaba en la clase de Música y la profesora, una mujer entrada en años, en conocimiento y en hastío, trajo el grabador al aula. Una vez superada la tentación de risa con mi mejor amiga cada vez que la señora pronunciaba Chopin (Shopppeeen), pude prestarle atención: «Cierren los ojos, apoyen las cabecitas en el pupitre: sientan con el cuerpo lo que es un nocturno».

La verdad, yo tenía más sueño que otra cosa. También hambre: era la quinta hora y a la tarde había que quedarse a los talleres. Le hice caso, porque una siesta siempre era (y es) bienvenida.

Subestimé al nocturno. Me agarró desprevenida: me erizó la piel debajo del buzo turquesa, horriblemente turquesa ahora que lo recuerdo. Pensé que nunca antes había escuchado algo tan triste y hermoso. También pensé que no podía cerrar los ojos porque me estaban pasando muchas cosas adentro. Sí, en las tripas, en la panza, en la garganta. Los abrí, enormes, y con la cabeza inclinada sobrevolé las de mis compañeros y compañeras. Fijé las pupilas en la ventana, en la estatua deforme de la plaza. No miraba: el nocturno lo ocupaba todo, como una abominación.

En una parte de la pieza es como si muriera la música de a poco, como si las teclas del piano las tocaran con pesadumbre, con abulia. Y ahí fue cuando me creció un ardor en la garganta, una bola que me tragué con los ojos rojos y las lágrimas a punto de saltar.

Terminó el nocturno, sonó el timbre. Se despertó la mitad del curso. Alguno se llevó a la profesora por delante. Pero yo estaba en cámara lenta. Lo que había escuchado era hermoso y necesitaba más.

Ese día entendí por qué odiaba y amaba los álbumes viejos de fotos. Por qué añoraba los recuerdos de vacaciones pasadas. Por qué, años atrás y con nueve años, no podía concebir el sueño por la angustia. Por qué me fascinaban los cementerios y me conmovía con cada epitafio.

Siempre había encontrado la belleza en lo lúgubre, en lo melancólico, en lo nostálgico, en lo fatídico e inevitable. Escuchar a Chopin solo había traído a la conciencia lo que estaba latente pero presente.

Nunca iba a volver a experimentar eso que sentí en el aula de mi colegio con doce años, aquella mañana de 1999. Ni siquiera cuando, muchos años después, volví como docente y me tocó una suplencia en esa aula.

Armé una actividad con música y escritura creativa, solo para poner Chopin y tratar de revivir, otra vez, la experiencia. Fue en vano: habían pasado dieciocho largos años, y a mí ya casi que no me quedaban primeras veces.

Me pasó lo mismo cuando leí por primera vez el Nocturno de Girondo. Con esa frase de que hay noches en las que una desearía que le pasen la mano por el lomo lloré, porque ya tenía edad para entender esas anheladas manos en el lomo. Pero después, el llanto se secó. Y a pesar de que sigo soñando en clave girondiana, ya no experimenté nunca más esa melancolía de calles oscuras, faroles en sepia y ruido de cañerías. Ya nunca más me faltó una mano en el lomo, y olvidé cómo se sentían las noches solitarias.

Es imposible replicar la sensación cuando te descubrís enamorada por primera vez. Aunque te enamores dos, tres, cuatro… Ya lo ves venir, y no es lo mismo.

La noche de mi primer beso yo podía asegurar que el calor de los labios de mi amigo todavía estaba ahí, a pesar de que habían pasado horas de esa función de Godzilla y esos dos o tres besos torpes, a escondidas.

La primera vez que me rompieron el corazón me quedé sin aire, literal. Sentí que no iba a soportarlo. Y aunque siempre el dramatismo ha sido sino de mi existencia, no volvió a pasar lo mismo con otros abandonos o desamores. Solo hubo una excepción: cuando el corazón me lo rompió involuntariamente mi papá, en una cama, lejos de casa, durmiendo plácidamente para siempre. Ahí, en la noche más oscura de mi vida y por ende, la más sanjuaniana, volví a sentir el ahogo, la desesperación, la necesidad de gritar el dolor.

No, no se pueden reproducir las primeras veces.

Y no, no tiene que ver con amor, con dolor, con nada de eso.

Tiene que ver con los descubrimientos que florecen a cada paso o manotazo de adrenalina. Hallazgos hermosos u horrorosos: la suerte es loca.

La profesora tenía razón: había que sentir con el cuerpo la música. Hay que saborear con todo el cuerpo la vida: dulce, amarga… Agridulce. A fin de cuentas, hermosa.

Como un nocturno, bah.

prisma*

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