Mientras un hombre pierde su tiempo hablando apasionadamente de las intrigas políticas de su país, otro se eleva sobre aquellas chaturas y pinta un cuadro o escribe una novela. El primero, sin advertirlo, afea su existencia, afea el mundo; el segundo, si acaso consigue rozar el arte, embellece su vida, embellece la vida misma.
Mientras un policía arresta a un vendedor de marihuana y lo mete en un calabozo tras darle una paliza, un hombre y una mujer encienden un porro, dan unas caladas hondas, se relajan, se desinhiben, se hacen bromas, se ríen. Luego suben el volumen de la música, bailan un momento y más tarde hacen el amor con una inventiva y una sensibilidad refinadas que atribuyen al cannabis.
Cada noche tomo cinco pastillas para la depresión y la ansiedad. Me pongo demasiado sensible y colpaso cada vez que no las tomo.
Entonces es de noche, y me olvidé tomarlas.
¡Maldita sea! Me lamento de todo. Me arrepiento con agallas. Me cansé de las mismas canciones. Las pastillas ya no funcionan, de nada sirve tomarme cinco o diez. Estoy solo.
Odio este sentimiento tan nefasto, tan gris y apagado. Solo veo la luz de mi cuarto. Al apagarla veo solo fantasmas, amigos que me incitan a ser uno de ellos, a morir en paz y calma, sin sufrir más, me prometen que es un sueño eterno, y un descanso merecido. Me dicen que he sufrido mucho. Entonces rompo en llanto y agonizo en medio de mi cama, mirando el techo. Entonces ellos vienen y me abrazan. Pienso que son solo sombras, fantasmas distorsionados pero siento su cálido afecto.
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