Le dijeron que no mirara por la ventana, pero ella era una señora porfiada.
Era costumbre saber que las noches de otoño eran aterradoras; hermosas en la tarde, con brillos dorados sobre las hojas, rogando por una mirada más a su atardecer para acorralar a los despistados en la oscuridad del cielo nocturno.
A esa hora, se cierran todas las ventanas y se ignora el relinchar atemorizado de los caballos, los cascos repetitivos contra el suelo, los maullidos sobre el techo de lata y el viento que araña la madera.
Ella sabe, se lo han dicho muchas veces. Una advertencia valiosa para la vida de campo.
No debía mirar, pero la curiosidad siempre le ganaba. Sus dedos arrugados tiemblan contra la cortina, el vidrio alcanza a reflejar la única luz de la luna y observa la calle, el pavimento lleno de barro y estiércol.
No ve nada.
Resopla con decepción, pensando que creerse esas historias es cosa de niños. Una excusa para dormirse más temprano.
Se da la vuelta con una vela llorosa en sus manos, pero entonces escucha algo y sus oídos (tan funcionales como la edad le permite) tiemblan por el estruendo. Reconoce al instante el arrastre del metal y el tintineo de cadenas que aplastan las hojas secas.
El corazón se atasca en su garganta cuando sus ojos atentos vuelven al vidrio. La curiosidad golpea su pecho, ansiosa.
Alguien camina por el sendero, alguien a quién no le importa en absoluto la suciedad. Observa unos pies descalzos; blancos como un cádaver y tobillos encarcelados e hinchados, aferrados a la tierra húmeda. Su cabello es largo, un goteo de tinta negra que baja hasta los muslos y se funde en una túnica sucia. Es una pintura desgarrada de barro y mugre.
No alcanza a asustarse. La madera cruje tanto como las hojas, el viento hace de las suyas y se revela su posición; la casa destartalada y su rostro envejecido, que brilla atento a la luz de la vela.
Cierra de golpe la cortina y una ráfaga apaga la vela. Cuando la oscuridad la abraza por la espalda, el tintineo cesa y la curiosidad renace, temerosa.
Desliza ligeramente la tela, lo suficiente para ver. Y lo que ve, la paraliza.
Hay hueso en ese rostro, quebrado como porcelana. Una piel muerta que se arrastra desde el borde como una servilleta arrancada, mugrienta, con sangre que la cubre como vino derramado.
La imagen es nauseabunda. Un sudor frío humedece su nuca cuando esos ojos sin vida, de pronto, la observan. A ella, a la intrusa que se atrevió a observar durante la noche de otoño.
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